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Ganas de ser parte de la colección naranja

Hace diez años se publicaba la quinta camada de los libros de crónicas de la Colección Naranja. Mario Castells, autor de una de esos textos (Trópico de Villa Diego) cuenta cómo esa edición fue también la cocina de otras obras.

Los primeros volúmenes de la Colección Naranja de la Editorial Municipal se conocieron a mediados de 2008: libros breves encargados a escritoras y escritores de la ciudad y su zona que narran, al modo de una crónica, la experiencia personal en un territorio particular.

Hace diez años, a mediados de 2014, la Editorial lanzó su quinta “camada” de la colección con tres tomos que integran Trópico Villa Diego, de Mario Castells, Las hamacas de Firmat, de Ivana Romero, y La internacional entrerriana, de Agustín Alzari.

Los tres libros son muy distintos entre sí, los autores construyen una extrañada relación con un lugar en el que crecieron o al que llegaron. A diferencia de La internacional entrerriana, en la que Alzari explora la persecución a los poetas Juan L. Ortiz, Carlos Mastronardi y Ema Barrandeguy, acusados de comunistas por el riguroso nacionalismo de entonces, en el Gualeguay de fines de los años 30, Las hamacas de Firmat y Trópico de Villa Diego encuentran su mayor misterio en el “yo” que narra. 

Consultamos a Mario Castells (Rosario, 1975, autor de El mosto y la queresa, nouvelle ganadora del certamen provincial de novela corta de la EMR 2012) sobre ese libro publicado hace una década.

—¿Cómo es la relación con Villa Diego desde que se publicó el libro? ¿Hubo alguna respuesta desde Villa Diego tras la publicación? 

—Mi relación con Villa Diego es cotidiana. Vivo actualmente entre la casa de mi mamá y el delta de Tigre. Por varias razones he vuelto y si bien hago vida recluida, como de bicho canasto, salgo todas las tardes a caminar y sigo un trayecto que podría señalar también un desplazamiento de mi perspectiva de la ciudad. Sin duda ya es otra mi mirada, vivo de otra forma mi ciudad y creo que Villa Diego ha cambiado mucho. Todas las tardes, como te contaba, salgo por mi calle, 3 de Febrero, cruzo la vía del NCA, cruzo el Acceso hasta el Parque Sur de Villa Gobernador Gálvez; sigo la colectora lindante al viejo Campo del 11 desde el Puente Eva Perón hasta las inmediaciones del puente Molino Blanco. Poco antes de eso, frente al Centro Clandestino de Detención y Tortura conocido como “La quinta de los comandantes”, puño en alto, grito: ¡presentes! Es mi ritual. Continúo y un poco más allá del CCDT doblo por Av. San Martín, la vieja Ruta 9, hacia la Plaza a la Madre y allí, de regreso por Av. 1° de Mayo (que nunca será Perón para mí y no es por gorila, que no es el caso de Cangallo el nuestro, que Perón le haya quitado el nombre a la Av 1° de Mayo es sintomático), vuelvo otra vez por 3 de Febrero hasta mi casa: son 6 kilómetros diarios. Eso que parecería una vinculación fuerte con el espacio urbano es, sin embargo, algo bastante superficial porque, en verdad, mi economía libidinal y mi imaginario está prendada de otras locaciones. Me pasa igual que con el río: para mí el río ahora está más en el delta, en Tigre, en la isla, como decimos acá, que en el Bajo Paraná. Lo digo teniendo en cuenta que mi próxima novela se enfoca en el mundo laboral de los pescadores artesanales de mi barrio y porque siento que he traspolado una locación sobre otra, como si fuera un mapa de tesoro enterrado en el que un trazado al trasluz completa al otro.

—¿Alguien respondió a la fuerte postura política que hay en Trópico?

—Respecto a la cuestión política y a los pactos de lectura que se le encaramaron y se tramaron es una de las cosas más fabulosas que me dio el libro: tuve muchas y muy hermosas. No sólo de los sectores de la militancia social de la ciudad. Hace unos meses participé en una especie de prolet-tour, un recorrido político cultural por Villa Diego, algo como lo que se estila hacer en Ingeniero White, por ejemplo, que organizó mi amiga, la docente Mercedes Castro, y leí unas páginas a orillas del Paraná, entre los ranchos de pescadores y esos grandes frigoríficos del barrio, el Swift y Paladini, y fue una experiencia muy gratificante. Así entré en contacto con otros referentes de mi ciudad, como el cronista y poeta Juan José Riveras. Por otro lado, en estos años han aparecido varios papers sobre el libro en revistas académicas prestigiosas y eso también me gratifica. Pero lo más interesante que me pasó con el libro fue una vez que me encontré con un amigo de mi adolescencia, el Rana, un compa con el que íbamos al Coloso de pendejos. Me lo encontré esperando el 142 y me contó que leyó el libro y flasheó; me detalló su circulación, su cabotaje entre los vecinos y me encantó que muchos de sus lectores, padres y parientes de varios Ranas del barrio “fueron a comprarlo al stand de la peatonal”. Este amigo de adolescencia me felicitó por el libro y eso fue un soplo de felicidad. Un lector completamente iletrado diciéndome que todos los viejos del barrio estaban encantados, eso no tiene precio. Imaginate que estos tipos fueron, en su mayoría, miembros de la banda de los “enemigos de mis tíos”, parte de esa anécdota que cuento en el capítulo “Teko paraguái”, el enfrentamiento con la banda de Poncho Negro. Me siento un privilegiado por eso y me genera una vanidad supongo que sana como militante marxista y como escritor.

—¿Cómo nació la escritura de ese libro?

—La escritura del libro nació de mis ganas de ser parte de la colección naranja, que es una colección increíble con títulos muy buenos, crónicas muy disímiles entre sí y de gran calidad. Yo quería que Villa Diego entrara en ese catálogo y lo hablé con Oscar (Taborda) y Daniel (García Helder) en un viaje que hicimos a Paraguay a presentar El mosto y la queresa. A los dos también les pareció buena la idea: me dieron soga y yo lo escribí ahí nomás, en un toque. Era, eso sí, un poco más largo de lo habitual. Daniel le pegó un buen corte y señaló unas pocas correcciones muy pertinentes que lo mejoraron. 

—¿Cómo influyó en tu trabajo y en tu escritura ese libro?

—Soy de los que creen que nadie escribe solo, que un libro no le pertenece a una sola persona; creo que también es de los editores, de los amigos que escriben y leen con uno, de los debates en que se cocina la escritura. Y en razón de eso creo soy el mismo que escribió ese libro pero también completamente otro. Calculo que si volviera a escribir Trópico de Villa Diego el resultado no sería muy diferente. Me reconozco en su enfoque. Sigo viendo el mundo desde el mismo andarivel. Pero Trópico fue también un ensayo, de su cocina salió el alto guiso del Diario de un albañil. Con Trópico aprendí a hacerme cargo de las hibridaciones propias de mi cultura, de mi sociolecto, me ubiqué, encontré mi lugar. Y por último, otra razón: lo que me gusta del libro es porque recuerdo en él a personas que me acompañaron y ya no, con lo cual todo lo fantasmático de esa situación termina acompañando el coro denuncialista del relato, todo esos espectros terminan al servicio de su noche.

Mario Castells y Francisco Bitar en 2012, cuando sus novelas breves ganaron el premio regional de nouvelle.



 




 

  
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