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Trama carcarañal

Ernesto Inouye, el prologuista de la Poesía reunida de Facundo Marull publicada por la Editorial Municipal de Rosario, recorre la zona de Carcarañá donde transcurrió la infancia del poeta (y la suya). Va en busca de alguna clave biográfica del autor de Ciudad en Sábado tomando como guía una litografía de 1878 del artista Eduardo Fleuti.

Por Ernesto Inouye. Mientras intentaba darle forma a esta nota estaba leyendo un libro de entrevistas al director de cine Werner Herzog, gran caminante y explorador. Ahí me encontré con un fragmento en el que hablaba, no de un remate de ganado sino de algo mucho más extraño: un campeonato mundial de rematadores de ganado. Esto no es ni un remate de ganado ni una competencia de ganado, sino un campeonato donde se premia al mejor rematador de ganado del mundo. Herzog dice: “El jurado tenía que evaluar si el rematador era capaz de detectar a los postores secretos. Otro elemento a considerar es si el rematador es digno de confianza, si sabe aumentar oportunamente el precio del ganado, y qué tan buen negociante es.” En cualquier otra circunstancia este fragmento me hubiese llamado la atención lo mismo que muchas otras extravagancias que le gusta contar a Herzog. Pero en este caso me despertó interés especial porque esta nota, antes de leer esa entrevista, empezaba con un tipo en un colectivo dirigiéndose a una subasta de ganado. Esta especie de casualidad me hizo reafirmar un pensamiento que venía amasando mientras la escribía: todas las historias de alguna manera se encuentran conectadas entre sí. En la superficie a lo mejor no es posible percibir ninguna relación entre dos historias cualquiera, pero en algún punto, a través de un personaje que todavía no se conoce, un objeto desestimado, una construcción en ruinas o una situación efímera, las historias se conectan. Es raro que esa conexión, una vez descubierta, resulta fundamental e inevitable. Es raro también pensar que las dos historias se afectaban y operaban una en otra, incluso a niveles muy sutiles, en el espacio de la intimidad, cuando no se tenía idea de la existencia de una conexión. Una mañana del año 1982, Facundo Marull iba mirando por la ventanilla de un colectivo el paisaje que iba quedando al costado de la ruta N°7. Se dirigía de Buenos Aires, donde vivía, a la localidad de Junín. La revista erótica Status, una especie de playboy argentina, le había encargado una crónica sobre una subasta de ganado. Marull tenía 67 años y desde hacía una década, después de que llegó exiliado del Uruguay, sobrevivía como podía en Buenos Aires. No tenía un trabajo estable y almacenaba sus novelas, cuentos y poemas sin conseguir quién se los edite. Cargaba con sus carpetas y papeles en cada mudanza, de un departamento a otro, que alquilaba junto a Guma, su mujer, en capital o el conurbano. En números anteriores, Status le había publicado un par de cuentos policiales. La revista se jactaba de haber re descubierto un talento literario. Con un esfuerzo, todavía podía recordarse que en el año 1950, es decir, más de treinta años atrás, Marull había ganado un importante concurso de cuentos policiales que tenía entre el jurado a la dupla Borges-Bioy Casares. Pero después de eso desapareció del mapa. ¿Qué relevancia podía llegar a tener para él, mientras miraba el campo por la ventanilla del colectivo, ese lejano concurso de juventud, sobre todo después de haber recomenzado varias vidas en diferentes ciudades, con distintos trabajos, distintas familias y distintas rutinas? En el asiento de al lado iba un joven fotógrafo que estaba encargado de tomar algunas imágenes para ilustrar la crónica. Marull le venía contando, sugestionado por el viaje, sus lejanos recuerdos de infancia en torno al campo y el ganado. Unos días después escribió en su crónica: “Afuera, el vehículo que nos conducía atravesaba un desfile incesante de llanura igual y sin alternativas para la contemplación nostálgica de quien, como yo, desde su niñez (distante) no ha colocado sus pies en suelo pampeano, ni huele el abrojo, ni la paja brava, ni la bosta de vaca.” Esa es la única vez que Marull evoca su infancia en uno de sus escritos, al menos entre los pocos que se llegaron a conservar después de tantas mudanzas y después de su muerte, situación agravada por su tendencia a desestimar su obra. Para encontrar nuevas referencias que puedan leerse como autobiográficas hay que saltar a su primer libro de poemas, Ciudad en sábado. Pero para ese momento ya es un joven irreverente de veinte años, que se dedica a la pintura, la escritura y la militancia, y vive en la tumultosa ciudad de Rosario, exactamente en el barrio Pichincha, próximo al puerto y célebre por sus boliches, prostíbulos y su indecente vida nocturna. En ese primer libro, su obra más significativa y que con el tiempo a lo mejor se convierta en un mojón de la poesía rosarina, retrata los submundos de la ciudad y a los desplazados por el sistema. Aunque tuvo una vida itinerante por Argentina, Brasil y Uruguay, Marull siempre fue un bicho de ciudad, se refugió en los grandes centros urbanos: Rosario, Buenos Aires, São Paulo, Río de Janeiro, Montevideo, Mar del Plata. El viaje a la subasta de ganado y el paisaje rural por la ventanilla le habrán significado un regreso a su niñez. La evocación, lamentablemente, se reduce a una percepción sensorial, más específicamente a un conjunto de olores: abrojo, paja brava, bosta de vaca. ¿Qué clase de dato biográfico puede ser ese? Facundo Marull nació en Carcarañá, el pueblo representado en esa vieja litografía. La realizó un artista suizo llamado Eduardo Fleuti. Unos años atrás había dibujado una  panorámica de Rosario vista desde un punto elevado por sobre las islas del río Paraná, como si hubiese sido capaz de desprenderse del suelo, volar por los aires y desde ahí arriba capturar toda la ciudad de un solo golpe de vista. En la litografía de Carcarañá, para abarcar la colonia, optó por una especie de collage. Me gusta pensar que todas las escenas representadas corresponden a la misma mañana. Como si Fleuti, en este caso, no hubiese sido capaz de volar sino de desdoblarse en varios Fleutis y estar presente, física o astralmente, en diferentes lugares al mismo tiempo; o al menos como si hubiese podido visualizar en su mente varios rincones de la colonia a la vez. La litografía se parece a una sala de monitoreo: una cámara en la casa de Thomas, otra en el Hotel Franzini, una en la estación del ferrocarril, otra en su propia casa de campo. Una panorámica, por supuesto, en la que se ve toda la colonia y las ondulaciones del terreno cuando se va llegando al río. Fleuti fue agregando en su dibujo los detalles que aparecían: una dama con una sombrillita para protegerse del sol, un hombre de galera señalando hacia adelante como mostrando algo totalmente nuevo; una señora ordeñando una vaca y un estanque con patos; un hombre con un bolso llegando al Hotel Mageran. Después, con delicadeza, separó cada escena con ramitas de alguna especie vegetal. Era una mañana despejada y con pájaros en el cielo. La obra, como dice al pie, es de 1878. Marull nació en 1915, es decir, 37 años después. La zona del poblado, que puede verse en la panorámica del centro, cambió mucho en ese lapso de tiempo. De hecho Joaquín Marull, el abuelo de Facundo, impulsó durante ese período junto a otros vecinos la construcción de la torre de la iglesia, que todavía no aparece en la litografía, y como presidente comunal llevó adelante el trazado del alumbrado público. Llegar una noche a caballo a esa colonia después de un largo viaje debe haber sido cautivante, sea cual fuere el objeto de la visita. Joaquín tuvo en sus manos los planos del futuro hospital, pero las obras las concretaría su sucesor. Los Marull, una de las familias más renombradas de la zona, vivían en la estancia Santa Victoria, a dos kilómetros del pueblo, a orillas del río Carcarañá. Facundo nació un año después de que su abuelo terminara el último de sus tres mandatos como presidente comunal. Su padre se llamaba Joaquín, igual que su abuelo. Le decían Joaquincho y es recordado todavía en el entorno familiar por su jovialidad, por armar grandes fiestas en su casa del pueblo –como el memorable y multitudinario festejo de cumpleaños a su perro–, por hacer viajes alrededor del mundo, por abandonar un descapotable en un pueblo de Córdoba, por invitar a un agasajo a las bailarinas del Folie Bèrgere de París en su visita a Buenos Aires; en definitiva: es recordado por dilapidar la fortuna familiar en placeres mundanos. Carmen Molina, la madre de Facundo, era la hija de una empleada de la estancia Santa Victoria, según se recuerda veladamente. En la estancia se dedicaban a la crianza de ganado. Como puede verse en la litografía de Fleuti, en Carcarañá proliferaban las mansiones, casonas y chalets. Era un lugar de esparcimiento para las familias adineradas de Rosario, sobre todo la franja del río, con abundante vegetación, y pintorescas playas y barrancas. Algunas de esas construcciones fueron mantenidas y refaccionadas a lo largo de los años, otras se encuentran hoy en ruinas en medio de los campos o cubiertas por la vegetación, y de otras directamente no quedan rastros. Una de las mansiones que fue demolida era la del galés Tomas Thomas, que aparece abajo a la derecha. La llamaban Manor House y parece la más ostentosa de todas. Estaba en zona rural, a orillas del río, exactamente frente a la estancia Santa Victoria de los Marull. Tres años antes de que Fleuti dibujara su obra, Tomas Thomas junto a otros socios había llevado adelante la construcción del molino harinero que aparece también en la litografía, abajo a la izquierda. Para impulsar los rodillos de molienda construyeron una represa de madera sobre el río que, reedificada luego en cemento, sigue siendo utilizada al día de hoy. Al puente del ferrocarril, que se ve abajo al centro, Fleuti lo dibujó desde lo alto del flamante molino. Se asomó por una de las ventanas en esa mañana soleada y esbozó el paisaje. Desde la altura no solo podía ver el puente del ferrocarril sino también las lejanías. Fleuti agregó un gaucho con su caballo, que a lo mejor efectivamente estuvo ahí, y dos tipos corriendo por el puente escapando de ser atropellados por el tren. El dibujo del edificio del molino, Fleuti lo realizó desde el puente del ferrocarril. Si el artista se hubiese desdoblado en varios Fleutis para realizar la litografía se hubiese visto a sí mismo mirándose desde el puente asomado en el molino, y desde el molino sentado en el puente. Eso genera un efecto de infinito en la retina de Fleuti que vamos a dejar ahíEn el año 2017 la Editorial Municipal de Rosario me encargó investigar la biografía del ignoto poeta Facundo Marull, intentar dar con algún ejemplar de sus dos libros y si tenía suerte, encontrar más escritos suyos. El objetivo era editar sus poesías reunidas. Durante la investigación fue que apareció la crónica de la subasta de ganado en el número 59 de la revista erótica Status y así fue también que llegué a enterarme que el poeta que estaba investigando había pasado su infancia en la misma zona en la que yo había pasado mi infancia, solamente que con 70 años de desfasaje. En la década de 1940, poco después de recibirse de ingenieros químicos en la Universidad Nacional del Litoral, mi abuela y mi abuelo fueron contratados para trabajar en el molino que aparece en la litografía de Fleuti. La empresa les prestó una hermosa casona blanca de dos plantas que estaba dentro del predio industrial, a 150 metros del dique, con un espacioso parque arbolado. Mi mamá y mi papá también trabajaron en el molino y después vivieron en esa casa. Yo pasé ahí los primeros años de mi vida. Por supuesto que cuando era niño ni yo ni nadie de mi familia tenía ni la más remota idea de quién era el poeta Facundo Marull (de hecho lo conozco desde que empecé a investigarlo), ni que había pasado parte de su infancia en los campos del otro lado del río, ni siquiera que su familia había sido alguna vez dueña de esos campos donde ahora está el barrio formoseño y el feedlot de Conecar. Incluso estaba fuera de mis horizontes hacer cualquier otra cosa que no sea seguir los pasos de mi abuelo, mi abuela, mi mamá y mi papá como notables ingenieros y montar mi vida alrededor del predio del molino. Es decir, no podía sospechar por nada en el mundo que seguiría la carrera de letras –me hubiese parecido un chiste de mal gusto o hubiese pensado que mi yo del futuro se había equivocado espantosamente o directamente se había vuelto loco– ni que terminaría siguiéndole el rastro por un año entero a un tipo que, al final de todo, resultaba que había vivido cruzando el mismo río que había mirado infinidad de veces cuando era chico. Eso me hubiese terminado de convencer sobre la insania de mi yo futuro. Cuando Marull era chico la zona era, a excepción del molino, netamente rural. Cuando yo era chico la zona había adquirido un perfil preminentemente industrial: el molino había ampliado sus instalaciones incluso del otro lado del río donde estaban las lagunas de tratamiento de efluentes y la moderna sala de turbinas de la represa hidroeléctrica; cruzando la ruta nacional N°9 se había emplazado la primer planta de la legendaria chocolatada Cindor; y río arriba estaba el frigorífico de Carcaraña que era el sustento económico de cientos de familias carcarañenses. Con los años todo el sector se convirtió en el polo industrial de la ciudad. En contra de lo que puede suponerse, un predio industrial es el mejor lugar para la crianza de un niño o lo fue por lo menos para mí. Creo que es el lugar más mágico que conocí. Éramos en los inicios la única familia viviendo dentro del predio del molino, por lo que mis hermanas y yo debíamos ser para los obreros y empleados, como fauna del lugar, unos duendecitos de los silos. Cuando ellos se iban a casa después de trabajar nosotros seguíamos ahí adentro. Cuando volvían por la mañana al día siguiente, nosotros seguíamos ahí adentro. Los domingos, que era el día en que la planta paraba y no había movimiento de camiones, andábamos en bicicleta por las calles internas, entre los silos, el taller metalúrgico, las oficinas, la portería, la balanza de camiones. Era como estar adentro de un mundo Playmovil pero de dimensiones gigantescas. El mayor atractivo era por supuesto la cascada, pero no nos acercábamos mucho ni al río ni a la ruta porque le teníamos respeto. Era un Playmovil, pero con riesgo de muerte. Íbamos cuando un adulto nos acompañaba. Cuando fui creciendo amplié mi zona de exploraciones al puente del ferrocarril, el sector de turbinas del otro lado del río, el cañaveral, el monte de eucaliptus, el club de pescadores. Ya más grande me iba hasta el puente de fierro, el barrio formoseño y el feedlot de Conecar. En el feedlot hay unos eucaliptus muy viejos y altos que había plantado Joaquín Marull, el abuelo de Facundo. Por supuesto que cuando yo andaba dando vueltas por ahí no tenía ni idea de nada de eso ni me preguntaba por la historia de unos eucaliptus, por más viejos que hayan parecido. Me distraía más bien mirando a los pescadores. La construcción original del molino que aparece en la litografía de Fleuti sigue estando hoy en día solamente que rodeada por las ampliaciones posteriores. Los laboratorios estaban en uno de los pisos altos de ese viejo edificio. Una tarde lo acompañé ahí a mi papá. No había subido muchas veces al molino viejo porque no estaba permitido a gente fuera del personal y menos a niños curiosos, por más que hayamos sido con mis hermanas casi patrimonio de la empresa, como los dos doberman que custodiaban el predio. Desde el laboratorio se tenía una perspectiva novedosa para mí de toda la zona. La cascada desde arriba, el puente del ferrocarril a la distancia, el club de pescadores. Desde ese mismo lugar, Eduardo Fleuti, cien años atrás, había dibujado su escena del puente para su litografía del pueblo. Si yo hubiese tenido la facultad, no de volar ni de desdoblarme en varios yos, sino de ver lo que sucedió tiempo atrás en un lugar, hubiese visto desde ahí al gaucho con su caballo en la orilla y los dos pobres tipos corriendo por el puente. Pero esos detalles son secundarios y no es el punto al que se dirige todo esto. La razón por la que me fijé en esa litografía es la casa blanca que aparece al fondo, más allá del puente del ferrocarril, en un punto intermedio entra la barranca y el horizonte. Mediante una triangulación simple puede concluirse que esa casa no es otra que la de Joaquín Marull, el abuelo de Facundo, y el lugar que el poeta recordó a sus 67 años, camino a una subasta de ganado por la ruta N°7: el olor del abrojo, la paja brava y la bosta de vaca. Después de la publicación de la crónica del remate de ganado, aparentemente por unas desavenencias en sus honorarios, Marull dejó de escribir para Status.   Cuando empecé la secundaria me mudé a Rosario. En ese momento dejé de ser para siempre un duende de los silos. Mis papás seguían estando allá en el barrio del molino, así que seguí visitando el lugar los fines de semana. Pero hace un par de años se mudaron ellos también a Rosario así que hacía rato que no recorría la zona. Más o menos por la época en que mis padres migraron yo empecé a investigar a Marull. Para terminar esta nota fui de paseo a Carcarañá y saqué fotos al lugar donde había estado la estancia Santa Victoria. En el mismo viaje llevé unos libros que la Editorial Municipal le donaba a la biblioteca popular de Carcarañá y a charlar para organizar ahí una presentación de las poesías reunidas de Facundo Marull. Cuando Marull viajaba en ese colectivo hacia la subasta de ganado, yo todavía no había nacido. Pero, si existiesen baches en la estructura del espacio-tiempo, hubiese sido posible haberme encontrado de niño con el pequeño Marull. A lo mejor el encuentro podía suceder a mitad de camino entre la estancia de su abuelo y la casa donde yo vivía, es decir, sobre el puente del ferrocarril. Él hubiese bordeado el río por una orilla y yo por la de enfrente. Prologado y prologuista nos hubiésemos juntado a tirar piedras al río. De la misma manera que yo no podía imaginar mi deriva por las letras y mi alejamiento del mundo de la industria, el Marull pequeño tampoco podía imaginar que se dedicaría a la poesía y después, por sus vínculos con el Partido Comunista, se vería obligado a migrar por diferentes países de Latinoamérica. Tampoco hubiese podido imaginar que en ningún lugar de su obra literaria nombraría a Carcarañá, solamente lo dejaría sugerido en un conjunto de olores en una crónica publicada por una revista erótica. El mejor plan hubiese sido subir juntos al molino viejo y echar un vistazo a la zona desde ahí arriba. Incluso, teniendo en cuenta los baches en el espacio-tiempo, nos hubiésemos podido encontrar con Fleuti, en la planta superior, asomado por una de las ventanas, dibujando su litografía. Entonces el artista mostrando su dibujo nos diría: “Ven estos dos que dibujé corriendo por el puente: son ustedes. ¿No es gracioso?” Y después: “Miren, asómense por la ventana. ¿Ven ese que está sentado sobre el puente del ferrocarril dibujando? Bueno, ese soy yo.” Gracias a Gabriela Marull por brindarme una vez más información sobre la familia Marull y la ubicación de la estancia Santa Victoria. Y a Martín Perisset por haberme mostrado por primera vez la litografía de Eduardo Fleuti sin la cual no hubiese podido escribir nada de esto. Y a Anaclara Pugliese por la lectura y correcciones. Facundo Marull nació el 3 de marzo de 1915 en la localidad de Carcarañá. Publicó en 1941 Ciudad en sábado con el sello editorial de la AIAPE Rosario, ilustrado en tapa e interiores por Leónidas Gambartes. En 1950 ganó el primer premio (compartido con Eduardo Mario Zimmerman) en el concurso de cuento policial de la revista Vea y Lea y la editorial Emecé con “Una bala para Riquelme”. El jurado estuvo integrado por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Leónidas Barletta.  En 1966 publicó Las grandes palabras en Montevideo, impreso en los talleres gráficos de la agrupación filoanarquista Comunidad del Sur.  Murió el 10 de marzo de 1994 en Buenos Aires. En 2014 su hijo Joaquín publicó Cuentos policiales, una recopilación que incluye “Una bala para Riquelme” y otros títulos, en Editorial Dunken.
  
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