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La vida peligrosa de la juventud
Reseña de Quintín sobre cuatro libros de Francisco Bitar, dos de ellos publicados por EMR: "Tambor de arranque" e "Historia oral de la cerveza".
Por Quintín. Francisco Bitar nació en Santa Fe en 1981 y vive en esa ciudad. Publicó cuatro libros de poesía y seis de narrativa. En estos meses logré reunir cuatro de ellos, que aparecieron entre 2012 y 2018 (los dos últimos lo hicieron casi simultáneamente). En ese período, la obra describe una trayectoria: empieza siendo una cosa y se transforma en otra sin que el lector deje de percibir al mismo escritor detrás de cada libro. Lo mejor de Bitar es esa presencia, tan notable en los primeros libros y estilizada en los posteriores. Tambor de arranque ganó el premio Ciudad de Rosario en la categoría novela corta. El jurado estaba compuesto por Gabriela Cabezón Cámara, Sergio Chejfec y Damián Ríos. Es curioso, pero en cada nota de esta serie, aparece Cabezón Cámara de un modo u otro: la designo por eso la Santa Patrona de la Mesa de Luz. En la contratapa aparece un texto colectivo del jurado, la justificación del premio. No reconozco en esas líneas el estilo de Cabezón (que suele ser más enfática) sino más bien un elogio con reticencias, o una aclaración de lo que la novela no es. La terna arbitral le adjudica a la novela procedimientos formales que “están en la base de buena parte de la mejor narrativa argentina de los últimos años”, frase misteriosa y normativa que no se pierde la oportunidad de utilizar el talismán del “procedimiento” y que se complementa con otra, que dice así: “La concatenación de las escenas consigue un relato de muy lograda mecánica”. No suena muy convincente, o suena menos como la descripción de una nouvelle que como el parte de aprobación de un aparato que funciona eficientemente (por ejemplo, de un nuevo modelo de un tambor de arranque) en el informe de una publicación industrial. En otra parte del texto, los jurados intentan despegar Tambor de arranque de cosas que no debería ser. Por ejemplo: “El relato propone un compromiso específico con el paisaje físico y social que describe, pero sale airoso de la amenaza previsiblemente realista que suele acompañar a estos paisajes gracias al tono desafectado de la narración”. O este otro pasaje: “Alejado de toda búsqueda de efectismo e identificación, en las antípodas de cualquier paternalismo de ideas, Tambor de arranque toma partido por la discreción y la sobriedad que con amargura, aunque en voz baja, acompaña a toda historia de derrumbe.” Convengamos en que es un texto raro el del jurado, tal vez escrito a varias manos impulsadas por ideas contradictorias. Pero queda claro que está en contra de “la amenaza previsiblemente realista” (sea eso lo que fuere), del efectismo, de la identificación y del paternalismo. Todo suena como si el libro de Bitar pudiera ser acusado de tener cada uno de esos defectos o estuviera acechado por ellos, pero los evitara por su sobriedad y su distancia (que no parecen un antídoto tan potente). O, acaso sea un libro realista (no trataremos de ponernos de acuerdo sobre la definición de ese término), un libro que habla de un medio social decadente y que el autor se encuentra en la disyuntiva entre identificarse con ese “paisaje social” o, por el contrario, tratarlo de modo complaciente y paternalista, independientemente de la distancia que tome de él. Es que, efectivamente, Tambor de arranque es una novela sobre un mundo deteriorado, sobre personajes que viven una precariedad económica y afectiva notoria y que sobreviven gracias a un entramado social anterior a ellos mismos en una ciudad sin horizontes. La Santa Fe de la que habla Tambor de arranque no es la Santa Fe de Saer, acaso una referencia ineludible del libro, cuyos protagonistas no son saerianos en lo más mínimo: parecen ajenos a cualquier deriva cultural, a cualquier militancia política, a cualquier aspiración de progreso, casi a cualquier pasado que no sea el afectivo. Se sostienen en la nada sin llegar a disgregarse. Si han caído de la clase media o están a punto de hacerlo, es desde una altura muy corta, desde la que no se alcanza a ver cómo fueron las cosas en otro tiempo. Es cierto que Bitar no hace demagogia con sus personajes: no los justifica ni los entierra. Pero tiene hacia ellos una empatía que está en el núcleo del libro. Leo e Isabel son un matrimonio con una hija que empiezan intentando comparar un auto y terminan separados y destruidos. Pero nunca se sabe qué es puntualmente lo que rompe el matrimonio ni tampoco es importante. Tambor de arranque no es una novela psicológica: su materia es más profunda, un acercamiento a la marginalidad y la desolación que no tiene una explicación racional ni sociológica. Pero ese acercamiento —y eso es lo que la convierte en una muy buena novela— es tanto del autor como de los personajes. Leo e Isabel empiezan intentando comprar un auto para el que no les alcanza el dinero. Descubren que el dueño vive en el auto, que se ha separado de la mujer y que solo le queda un perro que heredarán de un modo misterioso. Robles —así se llama el personaje— es un anticipo del tema de la marginalidad que recorre los cuatro libros, la figura del homeless, del sin techo o del croto que acecha allí como futuro pero también como lógica impecable de una separación de la sociedad cuyo otro parámetro constante es el alcohol. Cuando el matrimonio se separa, Leo se va a vivir a una casita en una zona alejada junto al río, mientras que Isabel se queda en la casa haciendo equilibrio con la economía, manteniendo su trabajo como profesora y visitando a su madre que aun tiene una vivienda respetable en Concepción del Uruguay. Isabel y Leo, que se siguen queriendo pero no saben cómo enfrentar la vida son dos caras de la misma moneda. Aunque el destino de él parece ser el abismo y el de ella el de ser madre y conservar la respetabilidad, los une tanto el amor que se tuvieron (y que se tienen, de algún modo) como la certidumbre de que para ellos solo hay vías muertas. La de Leo es más explícita: en su nueva casa conoce a un vecino adolescente, alguien que también está cayendo de la civilización. Mantenido por su padre, inútil para todo trabajo salvo el de hacer fogatas, termina compartiendo el alcohol y el fuego al aire libre donde Leo quema todo lo que le queda. Isabel, a su vez, no quema su vida pero tampoco la transforma en otra cosa. No es un problema individual, es el destino y el mundo en su forma más auténtica: el vacío. El alcohol como única experiencia verdadera además del sufrimiento es fundamental en Tambor de arranque y también lo es en el libro siguiente, Historia oral de la cerveza, publicado en una colección en la que se mezclan los hechos históricos y la ficción. En este caso, se habla de la histórica cervecería Santa Fe y del puente colgante de la ciudad, destruido dos veces, y de los suicidas que se tiraron de él a lo largo de los años. Pero también hay un taller literario, donde los participantes proponen un relato de ciencia ficción en el que la ciudad brilla porque se llena de botellas luminosas. Y también las conversaciones entre tres amigos, El que cuenta, El que piensa y el Jodón, que filosofan para concluir que “la edad adulta es la conciencia tardía de que la juventud debe vivirse en peligro”. También hay, todo mezclado, un muy simpático personaje femenino, Nati K, alcohólica como todo el resto, un perro llamado Broche, un matrimonio roto en el que los cónyuges no han dejado de quererse y una definición: “Táctica: el arte de imaginar un espacio y también la manera de ocuparlo”. No leí lo que Bitar publicó entre este libro y los dos de 2018. Pero cuando terminé la Historia oral, pensé que su autor se enfrentaba a una contradicción inevitable. Su biografía, ya cerca de los cuarenta años, era la de un escritor: títulos académicos, publicaciones, trabajos editoriales, clases, talleres. Pero sus historias no eran historias de escritores. En Tambor de arranque no aparece un solo libro y, en la Historia, solo uno sobre maternidad que lee una embarazada. ¿Cómo se hace para conservar la vida del escritor, para imaginar la táctica para ocupar el espacio de la vida literaria y, al mismo tiempo, escribir sobre el alcohol, la soledad, el aislamiento del mundo, sobre vivir en una carpa o en un automóvil (como vive Robles y vivirán también algunos personajes de los libros siguientes). La carrera de escritor, de un escritor que cumple con su lugar en la sociedad, no es la de un borracho o la de un mendigo. En todo caso, Bitar no especula con la figura del escritor maldito. Su relación con la marginalidad es pura, incontaminada por la escritura. Y ese es un problema. Porque esos dos primeros libros en prosa muestran que Bitar tiene ese compromiso con sus personajes, que no los elige para acumular relatos, que le preocupan el amor roto, el abandono, la vida en los márgenes. Pero su propia vida se distancia necesariamente de ese modelo (¿de juventud?). Y entonces, cuando encara tanto Acá había un río como Teoría y práctica, Bitar hace algo parecido a negociar consigo mismo. Comienza, ahora sí, una literatura de procedimientos, aunque sus materiales siguen siendo los mismos con muy pocas variaciones, que ahora admiten el giro fantástico, el final abierto, la arbitrariedad. Acá había un río tiene como subtítulo “Del cine a la ciudad y de la ciudad al pasado”. Y un segundo subtítulo: “7 guiones para cuentos”. Es decir que los cuentos serán más bien esquemas, lo que le permitirá una mayor distancia respecto de lo narrado en relación con su primera novela. Aquí, la mayoría de los personajes no tienen siquiera nombre. Se llaman un hombre, una mujer, Fulano, Mengana, el Sonidista. En el primero de los cuentos, el protagonista se encuentra en un cine con una chica con la que tuvo una breve historia hace tiempo. Pero él la dejó y se casó con su novia. El reencuentro lo lleva a querer verla de nuevo pero no lo logra. El cuento termina así: “Al menos tiene a su familia, se dice. Las cosas no salieron como él pensaba pero ahora tiene una vida, aunque no sea la suya”. Esa frase resume la tristeza pero también el esquema de la mayoría de los relatos. Hay una vida ordenada posible e infeliz. Y hay otra vida hipotética, imposible, con la que no se puede dejar de soñar, la vida peligrosa de la juventud. En el segundo cuento, el Sonidista vuelve a su pueblo para asistir a las últimas horas de su padre. Se emborracha largamente, se reencuentra con Clara, un viejo amor. Se acuesta con Clara, ella desaparece, el padre muere. En el tercero, a un hombre lo despiden del trabajo y su mujer se escapa con un compañero. También se lleva al perro. Después aparecen otros matrimonios deshechos, amantes que se encuentran en la habitación número siete de un hotel, otros perros, otras bebidas. Y una historia emparentada con Vértigo, la película, en la que un hombre cree encontrar a una chica que es idéntica a su madre cuando era joven. Casi siempre hay posibilidades de una bifurcación en la vida y el recuerdo de la alternativa que no ocurrió, acaso avivado por una presencia que surge del pasado. Es un libro triste, elegante, acaso más insustancial que Tambor de arranque. En Teoría y práctica, Bitar avanza por el camino de la abstracción, le habla al lector sobre la dirección que toma el cuento o le dice “es así como el primer amor de Elisa recibe su nombre en esta historia” o “la discreción es la clave del relato”, las historias se hacen más irreales (como la de una pareja que solo hace el amor en baños públicos u otra en la que se viene el fin del mundo), disminuye la cantidad de alcohol consumido y hasta en uno de ellos se menciona la cerveza sin alcohol. Hay nuevos matrimonios en los que uno engaña al otro, encuentros con viejos amores, dudas sobre el camino a seguir, paseadores de perros, autos (Bitar es un escritor de autos, de bebidas, de parejas, de perros, que nunca se olvida de mencionar el frío). Y también aparecen Zindo y Gafuri quienes en el relato titulado “La fuerza que lanzará la flecha hacia adelante” resumen algunos dilemas de Bitar. Zindo y Gafuri son dos amigos de Santa Fe, que comparten la bohemia adolescente. Gafuri se va a estudiar odontología a Rosario, se recibe, se casa, trabaja con su suegro. Zindo se queda en Santa Fe, se convierte en un vago que un día se le aparece a Gafuri para decirle que hagan el viaje al Oeste que se prometieron de chicos. Gafuri duda sobre su vida, piensa que Zindo es un fracasado, pero también “desearía que en algún plano de su vida prevaleciera el lado salvaje”. Ahora, el protagonista es un universitario, un profesional. En el cuento siguiente, el protagonista ya es un escritor que tiene una carrera de escritor. Pero a medida en que los personajes se acercan a Bitar, las historias se hacen más fantásticas: es el modo de mantener el equilibrio y la distancia. En el último cuento se lee esta frase: “Fueron épocas de escasez, de frío y hambre, y no hay un solo día de su vida que no cambie por aquella soledad, dura, pero completamente suya. Fue lo más cerca de la vida que quería”. La obra de Bitar es esa meditación obsesiva sobre una vida que está en otra parte, sobre el anhelo de una felicidad cuya base material es la privación. Con el paso del tiempo, las criaturas se hacen cada vez más convencionales y cada vez más nostálgicas del no tener. Bitar está frente a un problema: si se convierte en un escritor de relativo éxito, la nostalgia del fracaso puede transformarse perfectamente en coquetería. Es extremadamente difícil mantener la premisa de que una vida a la intemperie, lejos de cualquier posesión material, es una vida más verdadera. Pero, evidentemente, hay en él algo que le impide hacer progresar sus relatos sin esa dualidad que los condiciona de algún modo y que reaparece una y otra vez. Al mismo tiempo, Bitar evita caer en la impostura ni en el exhibicionismo de la miseria. Pero, al mismo tiempo, no quiere ni puede contar vidas convencionales, integradas, ambiciosas porque le resultan vacías. Eso hace de él un escritor único, pero también un escritor en una senda angosta, acechado por la posibilidad de que su éxito conspire contra su plenitud artística. n a Bitar, las historias se hacen más fantásticas: es el modo de mantener el equilibrio y la distancia. En el último cuento se lee esta frase: “Fueron épocas de escasez, de frío y hambre, y no hay un solo día de su vida que no cambie por aquella soledad, dura, pero completamente suya. Fue lo más cerca de la vida que quería”. La obra de Bitar es esa meditación obsesiva sobre una vida que está en otra parte, sobre el anhelo de una felicidad cuya base material es la privación. Con el paso del tiempo, las criaturas se hacen cada vez más convencionales y cada vez más nostálgicas del no tener. Bitar está frente a un problema: si se convierte en un escritor de relativo éxito, la nostalgia del fracaso puede transformarse perfectamente en coquetería. Es extremadamente difícil mantener la premisa de que una vida a la intemperie, lejos de cualquier posesión material, es una vida más verdadera. Pero, evidentemente, hay en él algo que le impide hacer progresar sus relatos sin esa dualidad que los condiciona de algún modo y que reaparece una y otra vez. Al mismo tiempo, Bitar evita caer en la impostura ni en el exhibicionismo de la miseria. Pero, al mismo tiempo, no quiere ni puede contar vidas convencionales, integradas, ambiciosas porque le resultan vacías. Eso hace de él un escritor único, pero también un escritor en una senda angosta, acechado por la posibilidad de que su éxito conspire contra su plenitud artística.Editorial
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