Por Irina Garbatzky. La sombra de las nubes, el libro de poemas de Anaclara Pugliese publicado por la Editorial Municipal de Rosario en 2017, puede leerse como una serie de experimentaciones con la luz y sus variaciones, una invitación que aparece desde el título y también en el epígrafe de Michelangelo Antonioni al comienzo: “Prefiero los hombres a los paisajes”. Varios de los poemas refieren al universo de la cámara. Algunos de sus títulos van directamente a ello: “Subjetivo final”, “Subjetivo vouyeur”, “Foco automático”, “Cenital”, “HD”, “Travelogue”, “Animación”. Al nombrar los poemas como planos de grabación, el yo poético parece darse a sí mismo indicaciones de escritura, un punto de vista para registrar tanto lo que se ve como lo que se recuerda. El recuerdo funciona como el contrapunto de lo que se ve en tiempo presente; y de este modo los poemas de Pugliese muestran, en más de una ocasión, el corte entre el ahora y entonces, la reminiscencia como montaje de una escena sobre otra. La vida entera, presente y pasada, imanta hacia el lente y las imágenes de la memoria acaban por confundirse con las de las películas, incluso las que suelen verse en los viajes de colectivo: “(...) Si recuerdo/ la vez que nos agarró la lluvia,/ el sonido de la escena es un tema de los Clash:/ (...) Sería preciso a veces/ como en los finales de algunas películas/ escuchar esos primeros acordes/ que al mismo tiempo abren y cierran, / no porque existan finales o principios/ más bien para señalar que es/ momento de entregarse tranquilo a la escena”.
En el libro de Pugliese, entonces, la cámara supone la posibilidad de escribir. Pero esa cámara imaginaria promueve, justamente por su posibilidad de registrar la variación, un pensamiento sobre lo que se transforma. Ni visiones efímeras, ni pinturas pétreas, la idea de la imagen se arma como en el cine, sólo en y gracias al movimiento: “mi cara y la tuya se unen/ en el espejo retrovisor de la moto./ Anuncio de que solo en las calles/ entre la gente/ podemos ser nosotros (...)”.
El libro, que se inicia en la ruta, con un yo que mira el espacio intermedio entre ciudades por la ventana del colectivo de larga distancia, aborda la pasividad del paisaje para hablar del movimiento; ruta y escritura preguntan por las cosas fijas que se transforman. El dejar de ser joven, el aprendizaje, el paso del tiempo y el retorno al hogar, temas clásicos de los road mouvies, forman las notas que acompasan La sombra de las nubes. Porque la otra línea que en él se abre, con menos evidencia, aunque sin duda con la misma fuerza, es la del padre y su taller. Un elemento fijo e interior que no es un origen sino el punto estable que habilita el desplazamiento en el resto de los poemas. “Te perdono/ que te hayas pasado la vida/ allá atrás, lejos de mí, / trabajando./ Yo también quisiera pasar toda mi vida así:/ el cuerpo a la intemperie, / cincel en mano, la mirada fija en la curva/ invisible”. Hacia ese punto también se conduce el poema “Álbum de los chicos que trabajaron en el taller”: “Con remera de Metallica,/ Marquillo va para el fondo/ (...) Atrás del postigo, Brian, su piel de púber (...)/ En el jardín de adelante, gorra, calco en moto y remera/ de La 25, el Chispa (...) / Un aro de strass/ la sonrisa china del Bebo / (...) De perfil, Alejandro, (...)”. Ni el taller, ni la casa, ni la ciudad, ni la ruta son paisajes con personas, sino que en cada retrato los seres atraen escenas potenciales, con una sola visión (“filmar a una persona como a un paisaje/ debe ser que se tiene paisaje adentro”, escribe en “Subjetivo final”).
Hay un relato que podría leerse en relación con el libro de Pugliese y es “Diario de una observadora de nubes” de Cecilia Pavón, publicado por primera vez en 2015 y en Ivan Rosado, en 2017. En el cuento, que también describe la escena de un viaje en micro por la pampa, las nubes se traman y recortan singularmente del paisaje, se subdividen en distintas cualidades y materias. La sombra de las nubes opta por un sentido distinto, trabaja sobre la vía de la abstracción o la conceptualidad de lo observado. Pugliese renueva en la escritura un tema o un problema muy propio de la tradición literaria local (rosarina, santafesina): la relación entre el poeta y el paisaje atravesada por la escritura como forma de captación. En esa tradición, retoma tanto la poesía objetivista, en su proceso de quitar al litoral cualquier metaforización de lugar ameno o bucólico, como la articulación entre escritura y cine, en afinidad con Juan José Saer. En este sentido, resulta interesante observar que en el retrabajo de Pugliese con dicha tradición aparecen bloques de ceguera, como si la imagen tuviera momentos donde se cierra sobre sí, en un estado indecidible, en blanco, suspendida por la luz. “Me tocó del lado del sol. / Igual abro la cortina. Nada para ver”, “(...) La llanura sigue pareciéndome,/ (…) una pantalla blanca,”. “El paisaje era/ hace un rato/ por la velocidad constante / no un plano fijo, / sino más bien una especie/ de fundido encadenado”.
Un paisaje que se borra, algo que se pierde o que va desgranándose también podría pensarse como efecto de lectura, como la pregunta que la poeta pone en escena. Un paisaje que se construye y que por momentos se disuelve, un poco al modo del jacarandá que tan hermosamente se desarma en “Cenital”, el poema de la Plaza Sarmiento: “de vez en cuando desde arriba / se mira parte de lo propio caer”.
(Actualización septiembre – octubre 2018/ BazarAmericano)