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Raro pero no tanto, como ver quieto a un colibrí
"Los ñorse" de Cristhian Monti en Bazar Americano
Por Flavia Garione. Leo Los ñorse –en medio de una ruta– y advierto que adquieren importancia los bordes de las ciudades, las zonas indescifrables que se diluyen en campo, descampado, charco, barrial. Inmediatamente me transporto a los lugares a los que el poema me conduce, y ya no me importa nada más; dejo, entonces, de prestarle atención a la llanura desértica, al alambrado, los animales muertos y los chimangos. Por momentos, pareciera que esa maraña de voces que aparecen en el texto enuncian, desde una zona rural de Entre Ríos, montes y campos de soja que se extienden por el espacio, pueblitos pegados a la vera de esa producción que arrasa con las personas y los suelos. Aunque, inmediatamente, ese espacio se desfigura y aparece un verano en Monte Hermoso, el lago Titicaca –lugar en el que vivían los atlantes–. Los nombres de los lugares se suceden y los límites geográficos se borran, las voces del libro se tambalean, susurran, dudan y confunden toda referencia: “¿Misiones queda en Corrientes? ¿O ya no es Argentina esa parte?”. Así, entre humo de bosta seca en llamas –que prenden las viejas para ahuyentar los mosquitos– se va configurando de a poco un ambiente denso, una película de verano, sujeta a las reglas de la naturaleza o a las del dinero, en la que los sujetos –Tatila, Paki, Murray– campean o deambulan, sin ley y sin protección del Estado: “La ruta de la soja coincide con la del desmonte, ya no hay árboles que filtren el agua. Malformaciones en niños recién nacidos, enfermedades. La del dinero, por ejemplo”. La tierra está: “increíblemente seca luego de una inundación”; entonces quedan una especie de “grietas esculpidas por el agua”. En este bioma de sequía, glifosato, y humareda hostil, los animales y las personas no están enteros, pero la vida continúa como en una especie de exégesis rota e inacabada: “Llegamos a un sendero al que la gente viene a coger o a tirar basura. Una culebra sin cabeza”. Es el momento ideal para que aparezcan los ñorse: “Aquello brillante atrás del rancho es donde paran. Son chiquitos, grises, blancuzcos, cabezones como los muestran en la tele”. Inmediatamente surge la pregunta, una curiosidad que proviene de un significante que no representa nada: ¿Qué son los ñorse? ¿Son seres humanos deformados por los pesticidas? ¿Por qué tienen el nombre dado vuelta, “los señor”? ¿Son alienígenas? ¿Son aquellos chupacabras que merodeaban por Córdoba y Santa Fe y que veíamos aparecer en Crónica por los 2000? En realidad nunca los vimos, como dice el poema, sólo te mostraban sus carnicerías, la vaca media deshecha, mordida, descuartizada: “(…) Nada de sangre. Es como que la sellan”. Si no hay un modo de explicar lo real, hay que buscarlo como sea, parece decir Monti, a partir de una serie de interrupciones que establecen los lineamientos de su poética: “Busquen su propia lógica, dejen de lado lo abstracto. Lo artesanal tiene el poder”. De esta manera, se inicia una insistencia documental, una investigación poética que recorre –con cámara en mano– imágenes poderosas que parecen pinturas y que se animan también a denunciar, por qué no: “Los sojeros cavaron canales clandestinos, para ellos todo suma”. Los que padecen la “enfermedad del dinero” desordenan el cosmos, alteran los caminos del agua que, finalmente, inunda las casas, por eso la gente debe vivir en los techos: “hay que subir a doña Marta y a sus 120 kilos al techo, atada con sogas”. Sin embargo, otros sucesos se manifiestan al mismo tiempo, hechos que van a contramano de esa “lógica del dinero”. De repente, se abre el portal y el poema anuncia una consigna que es como un vaticinio, un halo de esperanza en medio de la destrucción: “Mañana se termina la alienación”. Termina, sí, cuando caen los ranchos y bajan los ñorse, que, junto con otras criaturas, forman la serie de las supersticiones: ánimas que silban, un lobizón que te acompaña hasta tu casa, aparecidas, fantasmas que hacen chillar los vidrios, un perro del tamaño de un ser humano, que, subido a un alambrado, se ríe mucho. No hay que confundirse, no es el campo el lugar que encontramos en los poemas: “Le dice Paki a Tatila: mi barrio no es urbano ni rural, es un híbrido, por eso en el cielo hay un portal, los veo entrar”. En Los ñorse, las cosas se manifiestan, parecen materializarse, pero después desvanecen toda certeza, abandonando al mismo tiempo toda necesidad de explicación. Es decir, parece que estamos en un campo de soja o presenciando el atardecer en un pueblo, y sin embargo, vamos y venimos por el texto en un tiempo móvil, en el que la aparente y ficticia sucesión lineal se ha fragmentado en muchas partes. Más adelante, en un campamento, ocurre una revelación que proviene del lenguaje. Se escuchan relatos yuxtapuestos; parecen voces de personas que pasan caminando, dicen algo que no se entiende bien y después se alejan. Algunas son claras, pero otras casi nada audibles (como si bajaran la voz muy bajito). Surge así una teoría sobre el pasado a partir de una frase: “Éramos de otra manera”. Aparece un tiempo mítico y fundacional en el que vivían los atlantes: “(…) a ellos los conquistaron los ñorse, que hicieron la máquina para cambiar la dirección del eje de la tierra”. Todo se vuelve extraño, imposible de pensar, porque los ñorse no son nuevos, son habitantes antiguos de estas tierras. Hay un devaneo, nuevamente, preguntas que quedan dando vueltas acerca de los orígenes: ¿Cómo sabe una perra que tiene que ser madre, tener cachorros? ¿Cómo el hornero sabe hacer su casa? ¿Y nosotros, que podemos cazar? ADN, información Dos imágenes finales, de repente, me asaltan en la lectura. La primera es la de un palo –que ha servido para matar una serpiente– y flota en el tajamar. Es curioso, en el poema nadie quiere tocarlo, como si estuviera maldito o envenenado. Recuerdo inmediatamente una anécdota infantil, me encuentro con cinco amigos mirando a una serpiente que se desliza por una zanja algo profunda. Era la primera vez que veíamos una y de ese tamaño. De repente, sin siquiera hablar entre nosotros, y como si se tratara de algo instintivo pero vandálico, agarramos cascotes muy grandes y se los tiramos en la cabeza. Uno tras otro, el animal muere de inmediato, aplastado. Hay una culpa después ¿por qué hemos hecho esto? Luego, tomamos al animal que sangraba con un palo y lo exhibimos por el barrio como si se tratara de un trofeo. De repente, un hombre anciano nos detiene asustando y nos grita: “¡Están locos! ¿Qué hacen? Se pueden agarrar culebrilla, pueden morir”. La segunda imagen, interpela, creo, al libro entero. Nos preguntamos constantemente si es raro que aparezca un ñorse en un poema, si es posible y de dónde ha salido. El poema responde, con ironía y belleza: “Raro pero no tanto, como ver quieto a un colibrí”. (Actualización septiembre – octubre 2018/ BazarAmericano)Editorial
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