Por Antonio Galimany. Si La orilla más lejana (2009, Editorial Municipal de Rosario), de Sonia Scarabelli, fuese una novela policial, destrabaríamos el comienzo de la reseña diciendo que ésta es la historia de un crimen y que hay aquí una víctima, con la variante argumental de que, en este caso, hablaríamos de un crimen en progreso, un homicidio que es un continuo consagrado a registrar el proceso de agonía de la víctima. Un policial, entonces, preocupado por mostrar el crimen con todo detalle, con un homicida múltiple, una víctima singular y un detective melancólico y ambiguo que cuenta e investiga el crimen con la abnegada vocación que movilizan algunos destinos irreversibles. Scarabelli —la detective— configura el perfil de una víctima —la islas y su entorno geográfico— sometida a dos vandalismos que la violentan: el del progreso —concreto, material, físico— y el de su representación —simbólico, conceptual, abstracto.
Pero La orilla más lejana no es un policial, sino la crónica de una poeta sobre el río Paraná y la costa opuesta. Siguiendo la última de las anteriores violencias accedemos a una de las preocupaciones centrales del relato —que asumimos formal, incluso estética—: cómo conseguir un retrato de lo inaccesible. Scarabelli fractura en dos partes su experiencia de apropiación discursiva de la otra orilla, la de espectadora distante desde nuestra costa y la de protagonista directa, estrenada en 2001 con su primer viaje a las islas. Es interesante, en este sentido, reparar en el modo en que transparenta la pobreza perceptiva a la que, en cualquiera de los dos casos, acaba reducida la otra orilla —deficiencia edificada, tal vez, en el curso de ese tiempo tan largo en que las dos márgenes todavía no lograban sortear la interrupción que introducía el río. «Ahora —escribe—, mientras intento acumular en un solo recuerdo la infinidad de veces que me quedé mirando desde un punto cualquiera desde este lado hacia aquel otro, me impresiona, y hasta me apena incluso, descubrir semejante carencia de matices en las imágenes que veo desfilar variando de estación, de horario, de etapa de la vida».
Todo el relato oculta como trasfondo subyacente un largo y maravilloso rodeo alrededor de una idea inquietante que perturba la voluntad representativa de la autora: la otra orilla es un objeto inaprensible, difuso, sometido al variable capricho de una percepción sensorial empobrecida por la distancia y el acostumbramiento que genera el hábito de lo que sabemos siempre en el mismo sitio y del mismo modo. Configura, pues, un catálogo de imposibilidades: la de traducir a papel, con relativo método y precisión, las variables de la memoria; la de conseguir una radiografía exacta de un proceso sociopolítico en marcha; y, fundamentalmente, la de acceder al conocimiento de una geografía próxima pero siempre esquiva, ajena. «Es cierto —confiesa—, yo crucé el río, pero eso no ha significado, lo veo ahora claramente, que haya tocado la otra orilla. Tampoco que esa orilla dejara de ser, por esto mismo, a su modo, menos lejana o misteriosa».
Scarabelli es poeta y la lírica fluye naturalmente por las venas de una prosa, seamos redundantes, en extremo poética. La orilla más lejana es un texto tentacular, una complejidad variable que se bifurca en las diferentes orientaciones que la autora le imprime para edificar una técnica siempre morosa de la cadencia y el fraseo poéticos, trazando un relato que, a veces, pareciera accidentalmente configurado en prosa, consiguiendo una obra relativamente inaugural para un género en auge dentro de nuestro país: la elaboración poética del artefacto crónica.
Aunque el reverso poético no se despega nunca del discurso, La orilla más lejana transmuta —luego de un comienzo que se insinúa introspectivo— para convertirse en un contundente alegato ecologista que busca ofrecer un retrato alternativo sobre el proceso de ocupación de las islas consolidado a partir de la década del noventa. Y es aquí cuando comienza el policial. Digamos que culminado el primer tercio del relato, el registro se acelera —o se despoetiza— para elaborar una versión —ahora sí, más narrativa que poética, más cronística que ficcional— respecto al proceso de apertura de la ciudad hacia el río, pero apalancado en concreto sobre la avanzada náutica desde esta orilla hacia aquella —hacia la orilla mas lejana—, introduciendo elementos de interpretación sociopolítica que giran en torno a la siempre efectiva aunque algo agotada mecánica del noventismo como estrategia argumental para explicarlo todo. Sin embargo, —lo sabemos: Scarabelli lo sabe, lo aclara, lo documenta— la conquista fue una dominación turística y estacional. Insuficiente nuestra margen costera para contener el entusiasmo fluvial que despierta el verano, el límite se corrió un poco más allá, desmantelando la virginidad de la geografía isleña en beneficio del interés económico de unos pocos y el apetito recreacional de otros muchos: «Es cierto, habían pasado —por no decir “arrasado”— los noventa y la clase media volvía a veranear en casa».
Ya difuminada —aunque nunca del todo ausente— la voluntad poética como aspiración rectora de la crónica, Scarabelli perfila con claridad y contundencia el sentido político y social que asume su relato —y lo hace, vale decirlo, con solvencia y precisión fáctica; incluso, con rigor periodístico— para configurar un caleidoscopio en el que pueden leerse diferentes dimensiones que dan forma a la transformación en marcha: la disputa limítrofe en torno a la jurisdicción de las islas, la apertura de la ciudad hacia el río, el complicado maridaje interprovincial promovido por la construcción del puente Rosario-Victoria, los pobladores del Remanso Valerio y su inventario de postergaciones, el territorio insular y las distintas emergencias naturales que lo acechan bajo la forma de incendios, inundaciones y otros desequilibrios.
Scarabelli es especialmente eficiente a la hora de enarbolar una bandera irrenunciable de cualquier texto cronístico que asuma alguna voluntad periodística o testimonial: conseguir una fotografía que retrate el lado b de lo real; colocando la realidad a contraluz. Y, para eso, pone de cabeza los diferentes lugares comunes que sostienen las representaciones consolidadas en torno a las islas, el río y los procesos de urbanización ad hoc en ambas márgenes fluviales.
Para la autora, la ocupación del espacio isleño funciona como símbolo preciso del protocolo que siguen, al expandirse, las grandes urbes contemporáneas ahogadas en su propio vómito al colocar sus intercambiables fronteras siempre un poco más allá, a la caza de territorios vírgenes que funcionen como proveedores de aquellos recursos (no siempre materiales) agotados puertas adentro para, siguiendo el fatídico álgebra del tumor, exportar también sus malformaciones, su imperfección genética, sus desequilibrios: su mierda, digamos. Eso que es, claro, el efecto bola de nieve que cualquier casi teoría respecto al lado oscuro de la globalidad y el capitalismo viene contándonos desde hace tanto y que tan bonito queda en la pantalla de los cines y las letras catástrofes de la prensa sensacionalista pero que tan poco parece importar. El mérito de Scarabelli, en cualquier caso, es el de colocar ese desbarranco a escala doméstica. O, mejor, a la vuelta de la esquina: «Con una pasión por el rigor profético que hace del Apocalipsis de Juan casi un texto naif, los estudios detallados sobre lo que puede resumirse bajo el título de “impacto ambiental” pasan revista a una de las catástrofes silenciosas de mayor proporción destructiva que nos haya tocado vivir por estas tierras».
Oscilando entre las dos inquietudes que despliega a lo largo de la crónica —la representación de la orilla opuesta como empresa improbable y la radical mutabilidad que el progreso imprime al paisaje insular—, Scarabelli obtiene un retrato lúcido que ilumina desequilibrios e irracionalidades adheridas a la contratara del progreso y la modernidad. La orilla más lejana es una encantadora voz que se alza contra determinado estado de cosas pero, sobre todo, contra su naturalización en plan de destino prefabricado.
Con todo, un gran relato que consigue instalarnos en medio de ese complejo enigma que la autora nos devuelve cuando nos habla de la otra orilla y que, lejos de despejar interrogantes y aplacar oscuridades, refuerza para desafiarnos a ensayar nosotros nuestra propia reelaboración de esa línea irregular e infinita que hemos tenido siempre delante, que hemos saboteado, despreciado y vivificado con variada intensidad y de la cual, en definitiva, sabemos tan poco. La otra orilla —lo que hemos hecho de ella, lo que aún hacemos de ella— como espejo en donde, por lo general, no conviene verse reflejado. Como lejanía perenne y trastienda grotesca del teatro de la globalización. Como un crimen vergonzante.