Por Francisco Bitar. “La vivienda del trabajador” de Daniel García Helder integra la colección de crónicas que recientemente encargó la Editorial Municipal de Rosario a un grupo de escritores de la provincia. Puede leerse en tres partes: el viaje de Buenos Aires a Rosario por autopista, la llegada a Rosario y la última etapa de vuelta en Buenos Aires. Atraviesa la totalidad del relato la referencia a textos históricos de incidencia política entre los cuales se destacan las obras de Juan Álvarez y a otros que podríamos llamar de superficie: folletos turísticos y guías de la ciudad. Comienza con el comentario de una serie de notas encontradas en una librería de viejo en San Telmo, textos que documentan el estado del territorio previo al asentamiento de Rosario y su zona metropolitana. Este rodeo ubicará el relato en el corredor que forma la autopista Buenos Aires-Rosario, trayecto en que la escritura de Helder pone a funcionar sus rasgos propios: la descripción (más enumerativa que argumental), la tendencia al sustantivo y la pasión por los restos del paisaje industrial: la ruina reciente. Desde la panorámica del primer asiento frente al parabrisas del colectivo, el paisaje fluye, y fluye el discurso. La musicalidad de este tramo supone una doble filiación y ubica al texto en una tradición precisa: la del trabajo sobre la coma (Saer) y la del verso extendido aquí prosa que encuentra un escanciado posible a través de la distribución acentual (Juan L. Ortiz). Ambos, Ortiz y Helder, ven en las distintas figuras del fluir una apertura, un desencadenamiento de escritura: el río en Ortiz, el travelling de la autopista en Helder.
Con la llegada a Rosario, se abre el segundo momento del libro. El procedimiento es el mismo, pero su recorrido se estrecha en la medida que avanza. El relato entra en el embudo que irá al encuentro del yo: de la entrada a la ciudad a la llegada al barrio, el encuentro con la casa y el mito iniciático que se esconde en un cuarto determinado y respecto de un objeto específico: una heladera fuera de uso que dejó en la casa familiar un tío que se mudó a La Florida.
En un tercer momento, el relato vuelve a la librería de San Telmo donde comenzó el libro, y el comentario de los textos documentales ocupa otra vez un lugar central. Hay, en los documentos, una doble lectura de la historia: una canónica, realizada a través de notas centrales, otra residual, hecha de materiales coyunturales y por lo tanto descartables. Ahora bien, en Helder el primer texto es estático y el segundo dinámico.
El relato de “La vivienda del trabajador” se carga de plasticidad tiende a fugarse donde el documento es menos solemne: ahí donde está el desperdicio (el residuo, la sobra, la chatarra, en las tablas de una guía turística de 1971, en la dirección de viejos cines, en el recorrido de colectivos que ya no existen) están los materiales propios del universo del autor. Los folletos municipales y las guías turísticas de Rosario ejercen en Helder la misma fascinación que ejercían sobre Rimbaud las revistas pornográficas clandestinas con faltas de ortografía: ambos tienen, como el coleccionista, una parte de vagabundo y otra de ciruja.
Como ocurre con algunos documentales contemporáneos (es el caso de “La libertad” de Lisandro Alonso) este gran libro de Helder transforma la fuente en un texto remotamente personal. Son signos apenas perceptibles que confluyen en la constitución de un sujeto determinado: la historia de quien encuentra en una pequeña biblioteca levantada en una heladera, el comienzo de una vida literaria.