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Hablando de librerías. La Maga

Esta entrevista realizada por Felipe Hourcade y Juan Alonso en octubre de 2022 pertenece a la serie pensada como complemento del libro Sellos de librerías de Rosario. Se tuvo en cuenta cubrir distintos tipos de librerías: de nuevos, de usados, de saldos y virtuales. Tanto el libro como las entrevistas le permitirán al lector armar un mapa imaginario donde se conectan, como si fueran estaciones de una red, las librerías actuales e históricas de Rosario.  

La Maga. Entre Ríos 1259
Carlos Kolodziej

¿Cuándo empezó tu actividad como librero?
—Empecé en 1978, vendiendo en la calle. Iba a los lugares de trabajo, donde se aglomeraba mucha gente, por ejemplo a los bancos, y vendía enciclopedias. Después, los mismos clientes de los bancos les decían a sus parientes o amigos que vendía libros, se corría la bola. A Tribunales, por ejemplo, donde se reunía mucha gente, no iba porque ahí siempre estaba un amigo, Sevlever, que vendía ahí. Él hacía lo mismo que yo, y no quería ocupar su lugar.

¿Dónde conseguías las enciclopedias?
—Todos los libros, menos los que se hacen acá (en Rosario), que son muy pocos, vienen de Buenos Aires. Viajaba, o a veces me los mandaban. Pero casi siempre iba, porque en esa época no había internet y había un millón de cosas, entonces había que ver el material. Viajaba cada quince días y traía, así ahorraba costos.

¿Te iba bien cuando vendías en la calle, en esa época?
—No bien, muy bien. Tenía cerca de cuatrocientos clientes. Te quiero decir: era el 24 de diciembre a la noche y yo estaba trabajando. Y el 31 de diciembre lo mismo. Porque esa misma persona que compraba enciclopedias, también compraba otro tipo de libros para la familia. Y después tenía clientes profesionales, a los que les vendía libros específicos. Arquitectos, por ejemplo.

¿Y qué hacías antes de vender libros?
—Antes del 78, era vendedor de camiones. En el 76 entré a trabajar en Beta, la compañía de Fiat que está en 27 de febrero y Necochea. Ahí ganaba bien, para que tengas una idea: en un año me hice una casa y me compré un auto. Ganaba muy bien. Ahora serían unos cinco mil dólares. Pero no me gustaba el trabajo. Hasta el día de hoy no sé cuántas ruedas tiene un camión. Y otra cosa, éramos cuatro vendedores y ganábamos el 0,01 de lo que vendíamos. Imaginate lo que ganaba la empresa. Nos pusimos de acuerdo los cuatro, porque hacíamos pozo común en las ventas, y pedimos que nos pagaran el doble. Y si no, nos vamos, les dijimos. Y bueno, vayanse, nos dijo el dueño. Uno se echó atrás, los otros tres nos fuimos. Esto viene a cuento porque entonces yo ya vendía libros. Empecé a venderles a los empresarios, como te decía. Curiosamente, dos o tres meses después de la renuncia, vino la debacle con Martínez de Hoz. Quebró la firma. Entonces, así fue como empecé a dedicarme a la venta de libros. Además, un amigo, que actualmente es editor en Córdoba de la editorial Alción, se venía dedicando hacía un par de años atrás a vender libros y me incitó a dedicarme al libro. Él fue el primero que me prestó libros para leer, en el secundario, porque yo no tenía plata.

¿Y cómo fue que terminaste en Rosario?
—Me puse de novio con una rosarina, que al día de hoy es mi mujer. Ella fue a vivir a Córdoba, pero en un momento dado, a fines del 75, decidimos venirnos a Rosario. Yo había terminado el secundario hace rato y me quedaban pocas materias para recibirme de psicólogo, y cuando vine acá, con el pase para la Universidad, no tenía que rendir ninguna equivalencia. Pero qué pasó: en marzo comenzaron las clases en la secundaria y la primaria y a fines de mes de fue el golpe del 76 y en la Universidad no arrancaron las clases. Se paralizó todo. Cerraron la Facultad de Humanidades. Como alumno, yo estaba en una situación muy particular, había pasado de una facultad a otra, de una provincia a otra; no era común eso. A los pocos días del 24 de marzo fui a la Facultad y me atendió el rector. Quería saber cuál era mi situación y cuando vio mi legajo me dijo “va a tener que rendir todas las materias de nuevo”. En el legajo, te anotaban las notas, las materias, y además los libros que el profesor te había pedido. Entonces, como yo había hecho la carrera en el 73, 74 y parte del 75, la gente que enseñaba en esa época había enseñado en la Sorbona; a lo que voy es que eran muy abiertas las cátedras, te daban muchos libros, quince o veinte por materia. Cinco de psicología, el resto de antropología, historia y política. Los profesores eran otros, y los alumnos que salían de ahí también. En fin, le dije de todo en la cara al rector y el tipo me ofreció otra opción: que vaya en un par de días para evaluarme con el consejo de nuevos profesores —a los anteriores los metieron presos, los echaron o se exiliaron. Cuando llegué no pude entrar a la universidad, el mismo rector me dijo que el consejo había dicho que no. El consejo era él y nada más. No pise nunca más la Facultad. En la época de Alfonsín, cuando se reabren las puertas de la democracia, vuelven los otros profesores. ¿Cuáles eran los profesores? No eran los que habían echado en el 76. Eran los que se habían recibido del 76 al 83, justamente. O sea, no tenían ni idea. Y muchos hicieron la carrera en un año o en seis meses, cuando normalmente se tardaba más tiempo. En mi caso, muchos familiares me presionaron para hacer lo mismo, pero no quise, no tenía más ganas, me dediqué al libro. No es que no tenía ganas de recibirme, pero el nivel era tan bajo… No lo digo por soberbia, o porque yo tuviera un nivel alto, era que ya no me servía. No pensaba trabajar de psicólogo. Siempre es bueno tener el título, te decían, pero ya no lo quería.

¿En qué momento abrís la primera librería?
—Pasó una cosa. Me cansé de salir con lluvia, con cuarenta grados de calor. Tenía un pequeño vehículo, un Citroën 3CV chiquito con el que viajaba a Buenos Aires y en el que hacía los repartos, pero tenía que ir a un lugar a otro todos los días, estar siempre en la calle. Incluso, llegué a poner un cobrador para que me ayudara. Pero igual no me cerraba. Todos me decían: “qué lindo trabajo”. Claro, pero me lo decían los que estaban sentados ahí en el banco tomando café. Pero no me quejo, vender en la calle me dio una perspectiva, pude conocer mucha gente acá en Rosario, más gente que le que conocían todos mis amigos de la ciudad, y de distintas capas de la sociedad rosarina. Cuando decidí quedarme en un lugar, la única forma era alquilar un local. Pero, qué pasaba: empecé en el 78, como dije, y del 78 al 83 fueron cinco años que pasaron. En ese tiempo, además de vender libros también tenía una pequeña editorial. Entonces, los que sacaba los llevaba a las librerías de Buenos Aires y repartía en las de acá, que en esa época eran pocas. Con la distribuidora vendía los libros de nuestra editorial y las de otras de Rosario. La de Jorge Isaías, por ejemplo. Cuando él publicaba un libro de su editorial, yo los llevaba a Buenos Aires y los distribuía ahí, junto con los míos. Yo ganaba muy poco en eso, pero era una cosa más. En 1983, con Pedro Cantini y Oscar Bertone sacamos una antología de poemas de Juan L. Ortiz, con prólogo y selección de Edelweiss Serra. Yo los conocía a los dos porque iba al diario y les vendía libros a los que trabajaban ahí. Ellos habían empezado a trabajar entre los dos y después me llamaron a mí. Al principio, todas las noches nos juntábamos los tres en el departamento de Pedro. No mucho, porque llegó un punto en el que yo planteé que si estábamos trabajando hiciéramos el libro. ¿Cuánta plata tenemos? Ninguno de ellos tenía plata. Yo no era millonario, pero dije si necesitamos un millón de pesos tenemos que sacar trescientos cincuenta mil pesos cada uno. Íbamos por la mitad del trabajo, tomé las riendas, porque era una cosa lógica, para qué íbamos a trabajar si no lo podíamos hacer. Les dije que yo ponía la plata si estaban de acuerdo, pero que todas las ganancias serían para mí. Bertone se abrió, porque tenía otras cosas. Y con Pedro hicimos un arreglo, le pagué el trabajo que hizo. Además, el contacto lo hizo él. Edelweiss Serra era su tía. Ella hizo el prólogo y la selección.

Claro, en esa época nadie editaba a Juan L. porque ya estaban los tres tomos de las obras completas de la Vigil, pero esos libros desaparecieron con la dictadura.
—En el 76 la Vigil fue arrasada. Nosotros necesitábamos, para elegir los poemas, la obra completa. Edelweiss Serra no la tenía y nosotros tampoco. La cuestión es que, preguntando, me enteré que uno en Paraná tenía las obras. Había tres o cuatro librerías en Paraná, a las que yo les vendía libros con la distribuidora, pero esta estaba enfrente de la plaza y era una librería de artículos para el colegio, tipo kiosco, en pleno centro. Tenía diez o quince libros, nada más. Pregunté por fulano, y esta persona no me quiso vender las obras, porque los libros eran robados. El ejército, la policía, o quien sea, en ese momento se alzó con todo y el tipo este tenía una parte, sobre todo de estos tomos tenía treinta o cuarenta juegos. Le dije, sé de buena fuente que usted lo tiene y de acá no me voy a mover. Pidió un disparate. Pero la única forma de hacer la antología era tenerlos. Así que los compré y se los presté a Edelweiss. Después, la amistad con Pedro Cantini siguió. El padre tenía una oficina, por calle Entre Ríos, a veinte metros de la peatonal. En el primer piso había tres o cuatro oficinas de abogados y una de esas era del padre de Pedro. Nos prestó la oficina y nos pusimos los dos a vender libros ahí. Teníamos un letrero de La Maga. Iba mucha gente que ya me conocía.

¿Por Cortázar le pusiste La Maga?
—Sí, por Rayuela. Lo eligió Pedro al nombre. No estuvimos mucho tiempo ahí. Él atendía y yo a veces salía a vender a la calle. Con la ayuda de Pedro edité otras cosas. Editamos El Opus de Jorge Riestra. Usaba el sello de la editorial Alción. Después nos mudamos a la otra cuadra, también por Entre Ríos. Pedro siguió conmigo en el nuevo local, pero qué pasó: yo había encontrado otra manera de vender en la calle; no ya libros, sino revistas a los kiosqueros. Compraba revistas en Buenos Aires y las traía a la librería. Para el local nuevo la idea fue poner directamente una revistería —en esa época revistas solo se conseguían en los kioscos— y entonces los muebles que encargamos para exhibición eran para revistas. La cuestión es que él vendía en el local y yo salía a venderle a los kioscos; pero a la librería empezó a venir gente que quería libros y tuvimos que ir reformando el mobiliario sobre la marcha.

¿Después de esa locación vinieron para acá, a Entre Ríos 1259?
—Sí. Antes de eso, con Pedro terminamos la sociedad que teníamos. Él planteó que ya no podía seguir con la librería, entonces le compré su parte. Nos pusimos de acuerdo sin ningún problema. Y con todos los libros que había yo no me podía dedicar a ser plomero, había que vender esos libros. El dueño, en vez de aumentarme el alquiler, lo bajaba. Lo único que pagaba era la luz. En determinado momento esa relación se empezó a invertir y para 1999 tenía que trabajar quince días para juntar la plata del mes de alquiler del local. Los números no daban. Entonces tomé la determinación de no seguir. Me tomé un plazo de cinco o seis meses y tuve la oportunidad de comprar este local. Cuando se va De la Rúa, la situación cambia en poco tiempo. Pasé de no poder pagar el alquiler a comprar un local. Eso me tranquilizó. Desde entonces trabajo con otra calma. Octubre de 2022.

  
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