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Hablando de librerías. Silvina Ross

Estas entrevistas a libreras y libreros locales fueron realizadas por Felipe Hourcade y Thiago Susan —salvo las pocas excepciones indicadas— entre febrero de 2022 y marzo de 2023. La serie, pensada como complemento del libro Sellos de librerías de Rosario, tuvo en cuenta cubrir distintos tipos de librerías: de nuevos, de usados, de saldos y virtuales. Tanto el libro como las entrevistas le permitirán al lector armar un mapa imaginario donde se conectan, como si fueran estaciones de una red, las librerías actuales e históricas de Rosario.   Silvina Ross —¿Nos podés contar un poco sobre los inicios de la librería Ross? —Mi padre fue el fundador de la librería. Y Ross, que es su apellido y el mío, está cambiado. —¿Cambiado? ¿Cómo es eso? —Cambiado. Nada que ver el apellido. Mi abuelo, cuando vino a América, fue uno de los primeros que se vino de Rusia. Era ruso judío. Llega él, no sé si ya con mi abuela, no sé si la conoció en el viaje. Llegó a Estados Unidos, pero no entró. No sé si no pudo o no quiso. Después baja y, con mi abuela, entran en Argentina. Están unos años en el Hotel de los Inmigrantes, en Buenos Aires y luego lo mandan, a él con su mujer, a Bahía Blanca; ahí nace mi papá, que es el hijo mayor. En las afueras de Bahía Blanca estaba el asentamiento de una colonia de rusos judíos. Ahí mi padre estuvo, con mis abuelos, hasta los seis años. Después vinieron a Rosario y se instalaron. A los nueve años, mi padre empezó a trabajar como diariero en la estación de trenes de Pichincha porque mi abuelo se fue de la casa y entonces él tuvo que ayudar a mi abuela, su mamá, y a sus dos hermanos más chicos. Así que a los nueve años empezó como diariero. Después fue trabajando hasta que tuvo la librería. Conoció a mi mamá de grande. Él ya tenía una librería con un sistema muy interesante: el canje de libros. En realidad, más que canje era préstamo de libros. Vos te asociabas y entonces te prestaban un libro por un mes. Después lo devolvías y podías sacar otro. Tuvo mucho auge eso. En una época, yo lo empecé a hacer. Entonces, mi padre tuvo esa librería ahí en Maipú y Córdoba, por Córdoba, creo que sería al lado de donde hoy hay una confitería. —¿Esa fue la primera? —Posiblemente, sí, no estoy segura. Después se fue a Córdoba, entre Corrientes y Entre Ríos, y no se movió más de ahí. Mi madre era clienta de la librería, ahí se conocieron y en seis meses se casaron, ya eran los dos grandes. Mi padre pintaba para solterón, viste, para terminar cuidando a la madre, qué se yo. La cuestión es que la librería estaba donde ahora está la galería. Ahí había varios negocios, el que era muy largo y angosto era el de la librería. Mis padres se casaron y mi mamá empezó a trabajar en el negocio, para ayudar a su esposo. Al tiempo les dijeron que iban a levantar un edificio donde estaba el local y que tenían que irse. Mi papá alquiló enfrente. No donde está ahora la librería sino enfrente, justo enfrente. Alquiló el local y ya puso una librería grande, y atrás de la librería una galería de arte. Abrían hasta las doce de la noche. Sábados y domingos incluidos. La tenían abierta todo el día y también hacían turno noche. Por eso, a mí y a mi hermana nos pusieron de pupilas en un colegio a diez cuadras de nuestra casa, para poder trabajar ellos. Imaginate que cenaban a las doce de la noche y a las siete de la mañana del otro día volvían a arrancar, porque a las ocho abría la librería. —¿No tenían empleados? —Sí, sí tenían, pero también trabajaban ellos. Nuestra casa estaba atrás de la librería. Yo iba los fines de semana, era muy divertido. Hasta 1971 estuvieron en ese local. Se hacían reuniones de pintores, escritores, etcétera, había de todo. Venían los principales autores. La galería era la más importante que había en Rosario. Eso era lo que a mí papá más le gustaba. Vino Quinquela Martin a exponer; fue la única exposición que hizo en Argentina. Después pasaban pintores de La Rioja, de Jujuy, de Buenos Aires, de Rosario, obvio, de todo el país. A la noche se juntaban los pintores de acá. Había casos emblemáticos, como Arturo Zinny, que había tenido una hemiplejia que lo obligó a pintar con la mano izquierda y resulta que pintó mejor que antes. Todos se juntaban a la noche, la librería era un lugar de encuentro. Se sabía que se podía venir a cualquier hora y entrar a la librería o a la galería de arte. La bomba de 1971 destruyó la librería. Nosotros ya vivíamos a la vuelta, por Corrientes. Cuando fuimos, había fuego solo en las vidrieras; pero tardaron tanto los bomberos, como siempre pasa, que se perdieron treinta años de trabajo de mis padres. Ese día, cuando mirábamos cómo se quemaba la librería y no nos dejaban pasar, yo intenté convencerlo a mi papá y él dijo “sí, sí, sí, pago las deudas y no sigo más”. Al otro día, lo empezaron a llamar de todo el país. Fue un hecho muy importante. Entonces mi papá dijo: “voy a resurgir como el ave Fénix” y empezó de vuelta. Compró el edificio en el que está ahora Cúspide con un crédito que le dio el viejo banco Monserrat. Le llevó un año y medio, pero instaló una librería diez veces mejor que la anterior. Sus últimos años los pasó ahí, hasta que falleció. Tuvo una vida difícil. Primero, por lo que fue su infancia; después, por la muerte de mi hermana, que falleció muy jovencita —tenía catorce años, yo doce en ese momento. Además, el incendio de la librería. Cuando empezó de vuelta, siguió con toda la estructura de antes, mejor incluso. Pero después de su muerte quedaron muchos problemas, con mi mamá —yo ya tenía a mis chicos—fuimos levantando de nuevo esa librería. Con mi marido también hicimos varios arreglos, armamos arriba un centro cultural con auditorio, y dejamos de vivir atrás. Con esas modificaciones, reinauguramos la librería el día anterior a que cayeran las torres gemelas (septiembre de 2001). En 2013, a fin de año, fue el 3 de diciembre, me acuerdo perfectamente, llegué el lunes al local —junto con una señora que limpiaba, yo era la primera que abría—, y cuando fui a prender las computadoras descubrí que nos habían hecho un atentado informático. ¡Destruyeron librería Ross! ¡Y ya no necesitaron el fuego! ¿Sabés lo que es trabajar un mes sin sistema? ¿Sin tener los proveedores, las deudas, las cuentas corrientes? No podíamos facturar, nada. Hasta que por fin nos recuperaron los datos, pero el sistema no volvió a funcionar bien. Entonces, la cadena Cúspide me ofreció hacer un inventario. Cosa que necesitábamos porque teníamos un millón de libros, un depósito tan grande como la librería. —¿Ahí todavía era Ross? —Sí, todavía era Ross. Cúspide nos ofreció hacer el inventario y acepté. Era sin costo. Vinieron con todo el equipo, quince computadoras, pero inventariaron solo lo que tenían en su sistema, que era un 35% de lo que había en Ross. Muchas editoriales que ellos no trabajaban, y muchos usados también, quedaron afuera. Ahí aprovecharon y me propusieron hacerse cargo de la librería. No me pagaron un peso, solamente se hicieron cargo. Y yo ¿por qué acepté? Porque la condición que puse era que ellos tomaran a todos nuestros empleados con la antigüedad. Nosotros, en ese momento, teníamos veinticinco, veintiocho empleados. Eso me llevó a tomar la decisión de dejar que se hicieran cargo de la librería. Ya no es Ross, es Cúspide. El día que me fui de la librería, le dije a mi marido “si yo llego a dejar de ser librera y editora me muero”. Y empecé de vuelta, sola. Mis tres hijos, que trabajaban en la librería, buscaron otras alternativas. Tuve que hacerme cargo de la deuda anterior de Ross, antes de que empezara a ser Cúspide. Los primeros años fueron muy difíciles; ellos nos pagaban un porcentaje de las ventas. El contrato era por cinco años, y ellos tenían opción de renovar por cinco más, pero para eso faltaba, entonces al cuarto año les dije: “bueno, ahora yo tengo otras ofertas, si ustedes no me hacen una oferta aceptable, voy a escuchar otras”. Ahí sí, hicimos un contrato nuevo más digno, para que nos paguen un alquiler, que era lo que había que hacer. —¿Hasta el día de hoy Cúspide les sigue alquilando? —Sí. —¿Y los libros que vos decías que no estaban en su catálogo? ¿Se los quedaron o se los llevaron ustedes? —Pasó de todo. Tres mil cajas fueron a parar al depósito de calle Salta. Todavía tengo cajas y cajas. Algunas ni abiertas. Íbamos a hacer una subasta, pero vino la pandemia y no se pudo. Mucho quedó en el depósito nuestro, todavía hay dos o tres piezas grandes llenas de libros. Abajo quedó muchísimo, que los de Cúspide empezaron a vender. Lo que no estaba inventariado, al momento de venderlo le ponían un precio estimativo y listo. —¿Esto de tener tantos libros acumulados sucede, en mayor o menor medida, en cualquier librería, no? —No, como Ross no había (risas). La única que se nos asemejaba era El Ateneo viejo. La que estaba antes de El Ateneo actual y que se vendió antes que a nosotros nos pasara esto. En el interior del país, obviamente, éramos los más importantes. Y no solo en Argentina, también en Latinoamérica. Una vez que a mi padre se le ocurrió vender la librería le escribió una carta a un amigo que vivía en Estados Unidos, para que la ofrezca. En algún lado debo tener esa carta. Es impresionante lo que mi papá cuenta que era Ross. —¿Cómo es el proceso de formación de la librería en sus primeras etapas? ¿Cómo empezaron a abastecerse en un principio? —Nosotros siempre fuimos una librería de libros nuevos, pero cuando mi papá empezó, por lo que tengo entendido, vendía libros y revistas extranjeras. O sea, él llevaba —en bicicleta supongo, porque auto no tenía— revistas extranjeras a Fisherton, para las viejas inglesas que vivían ahí. Inglesas y norteamericanas, fundamentalmente. También libros en inglés. Cuando tenía la librería chiquita, empezó así. También tenía novedades, pero no era como ahora que en un mes te salen doscientos títulos. —Vos siempre estuviste en contacto con los libros. —Sí, desde que nací. Nosotros teníamos libros hasta abajo de la cama. No había dónde ponerlos, no teníamos depósito en aquella época. Había libros por todos lados. Donde buscabas, había libros. Los libros iban ocupando la casa. Los libros y los cuadros, que eran la otra gran debilidad de mi padre. Lo más importante para él eran los folkloristas, sus amigos y la galería de arte. —Retomando la figura de tu padre ¿en qué medida los intereses personales del librero dejan marcas en la librería? —Mis padres eran los dos muy laburantes. Me transmitieron eso, su trabajo. Mi papá era un hombre semi analfabeto, había hecho hasta tercer grado. Pero era intuitivo. Todo le importaba, le interesaba; él a lo mejor no había leído el I Ching, pero si vos venías y le pedías una recomendación te iba a hablar del I Ching, sin haberlo leído. Era un hombre formado en la calle. Entonces, era muy conocedor, sabía de qué trataban los libros, la pintura. Yo soy más lectora. No leo solo lo que me interesa, también tengo que leer los libros que voy a publicar. Pero, además tenés que tapear, recorrer las contratapas de muchos libros que no vas a poder leer para estar informada. Yo los domingos me dedicaba a leer los suplementos culturales de La Capital, de La Nación, de Clarín, para estar al tanto de todas las novedades. Aparte, en Ross éramos excepcionales: recibíamos todo. Nos mandaban lo que se vendía y lo que no se vendía, éramos una librería recepcionista, porque Ross vendía. Era increíble. Teníamos textos escolares, por ejemplo, y ante el mostrador había trescientas personas de manera permanente; la gente esperaba capaz que dos horas hasta que era atendida, pero se iban con su libro. —Con vos son dos generaciones en una misma librería, ¿hubo alguna variación o trataste de continuar la tradición? —Siempre me manejé con la tradición, pero modernizándome, adaptándome a las nuevas cuestiones. Una vez hicimos un club de lectores de Ross. Precioso. Nosotros llenábamos los datos del interesado en la computadora y le dábamos una tarjeta y una bolsa de tela (para que no usara bolsas de plástico). Llegaron a ser cuatro mil o cinco mil participantes, no tengo idea, porque después se cayó el sistema. Eso fue antes del golpe final. —¿Cuándo abriste Interlibros? —Trabajé mucho tiempo en la librería de mis viejos hasta que sucedió lo que te conté. Ahí tuve que empezar de vuelta. Primero en un localcito chiquito. Después, antes de morirse, mi marido me hizo una hermosa salita, la librería, y a la vuelta hay una sala para sesenta personas donde hacemos lecturas, charlas, cursos, talleres. Atrás tengo el depósito, el local hace una T y ahí hay un espacio enorme que yo quiero rescatar. Porque eso está detrás del cine Real. Y siempre está también la cuestión de retomar la librería Ross. No sé si yo lo voy a hacer. Mis hijos creo que van a seguir el mismo camino. —Por lo pronto, en caso de volver a levantar la librería, ¿sería en el lugar donde ahora está Cúspide? —No sé. Ellos llevan ocho años, les quedan seis o siete más. —El cartel es parte de la ciudad; no se puede mover. —No, no se puede mover (risas). Una vez que estaba en Estados Unidos con mis hijos y mis nietos, me llama mi marido y me dice “che, este domingo vienen a sacar el cartel, te lo vienen a bajar”. Y yo “no, para, cómo, no puede ser”. Llamé al abogado y le dije “andá mañana mismo y hablá con Patrimonio y les decís que paren y después hacé todos los trámites para que sea declarado patrimonio cultural de la ciudad”. Cuando volví, lo hice arreglar y pintar. Ellos no se hicieron cargo de nada, pero lo dejaron y no nos cobran impuestos por tener el cartel. Quedó ahí, hermosísimo, con la pluma y el libro abierto. Julio de 2022.
  
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