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El lugar en el que estoy cayendo

Leonardo Berneri para El Diletante, espacio de reseñas, ensayos literarios y entrevistas.

por Leonardo Berneri. Nadie podría anticipar que la primera persona que se anuncia en el título del primer libro de cuentos de Paula Galansky señala el habla de un meteorito. Desde el espacio, mientras algunos intentan no mirar arriba, él lo ve, lo oye y lo sabe todo. Con piedad, casi con cariño, mientras se acerca, ve y cuenta lo que ve. Hay historias en cada rincón de ese lugar en el que cae. El lugar en el que estoy cayendo es el primer libro de cuentos de la escritora entrerriano-rosarina Paula Galansky (1991). Editado por la Editorial Municipal de Rosario, el libro, compuesto por seis cuentos, el último de los cuales le da su título, fue ganador del Concurso Municipal de Narrativa Manuel Musto 2021. En el relato que abre el libro, “Imagine que esto es un corazón”, una mujer escapa por la noche de la habitación en la que su marido está internado a la espera de una operación compleja, para irse con el enfermero a recorrer el pueblo en busca de una cerveza. La escena final, dentro del auto de él, ocurre antes de que el futuro los alcance (“En pocos minutos más, él va a dejarla en la entrada de la clínica. Va a desearle suerte, va a decir que todo va a salir bien. Ella va a entrar a la habitación de su esposo, que va a despertarse y a preguntarle cómo durmió”) y es de un impresionismo que conmueve por su simpleza. Con la cabeza en el hombro de él, ella “ve llegar el amanecer y sus colores: blanco, rosa, lila, anaranjado”. Es un momento de detención, una pausa, antes de que todo continúe. Raudos, casi inocentes, los personajes de los cuentos de Galansky van hacia el futuro como “máquinas rompehielos” en un “lago celeste de agua congelada”. La metáfora pertenece al cuento “Diez inviernos”. Allí una joven narra los días con Mick, su primer novio, en la adolescencia en el pueblo natal: la escuela, los amigos, los padres, una moto. El cuento va y viene entre el pasado y el presente: este invierno, por un lado, y la vida en la ciudad, en un departamento, junto al novio actual; diez inviernos atrás, por el otro, justo antes de que Mick –lo vamos descubriendo poco a poco y sin estruendos– perdiera la vida en un accidente. El cuento no termina con esa muerte (no hay golpes bajos en el libro, aunque la tentación está siempre a unas palabras de distancia) ni termina con un presente ajeno y alejado de aquellos años cándidos, sino con el reencuentro inesperado, en un pasado más reciente, de la narradora con sus exsuegros y la imagen de los tres bailando en una modesta fiesta compartida: suspendidos entre la música y las luces, cierran el cuento como en un fade out. Ciegos por los cristales de tiempo que estallan a sus pies al avanzar, los personajes de Galansky no pueden ver que ese lago de agua congelada que tienen a sus pies es, en realidad, transparente y que ya todo se haya congelado en él. Esta concepción del tiempo sólido atraviesa, de una u otra forma, todo el libro. La voz que narra ve a través del cristal y trama sus textos desde esa conciencia. Los cuentos de Galansky adelantan siempre su final, de modo que la tensión que los atraviesa deja de estar sostenida argumentalmente (ya lo sabemos: Mick murió y la chica rehízo su vida con otra persona y en otro lugar; aquella mujer volverá con su marido y nada pasará con el enfermero; otro relato, “Puntos cardinales”, también anticipa una muerte que sucede en el futuro inmediato a la escena que le da cierre; etcétera) y se sostiene, en cambio, de manera musical o plástica: el final del cuento no es nunca el final de la historia, sino un momento previo de detención, recogimiento y abismo, justo antes de que todo colapse o retome su ritmo ordinario. (Es por esta razón que esta reseña no escatima en spoilers: la lógica del spoiler nada tiene que ver con la ley que rige esta literatura. Solo arruinaríamos su lectura si fuéramos capaces de repetir y anticipar el tono, la cadencia, los colores, el humor, el ritmo con los que está escrita). Neptuno es el nombre del perro que la protagonista del cuento que lleva ese mismo nombre perdió cinco años atrás. Es, además, una alegoría de la relación que entablan los personajes de El lugar en el que estoy cayendo con el pasado. Si al futuro avanzan ciegos, quizás se deba a que, como el ángel benjaminiano, lo hacen de espaldas mirando hacia aquello que van dejando. Neptuno ha desaparecido hace cinco años pero un día la protagonista recibe un llamado de un viejo vecino que le dice que lo ha visto caminando por la playa en la zona por la que siempre solía andar. Al igual que en los días eternos que siguieron a la pérdida, ella vuelve a recorrer las calles de su ciudad llamando a su perro. Como un fantasma, el perro parece aparecérsele en cada esquina, en cada mancha blanca difusa entre las casas o la arena. Espectral, el perro es un fragmento de pasado nebuloso en el presente que se desmaterializa en el momento en que parece poder asirse. Neptuno es aquello inalcanzable que solo puede ser recuperado como perdido: en esa insistencia –la protagonista sabe que es imposible que el perro esté, pero de todas formas lo busca; de la misma manera en que los personajes de otro de los cuentos intentan, inútilmente, revivir la experiencia feliz del sexo luego de años sin verse– se cifra la relación de los personajes del libro con el tiempo. Melancólicos del pasado, ciegos al futuro, solo encuentran calma cuando pueden experimentarse detenidos y sin expectativas. 14 de septiembre, 2022 El lugar en el que estoy cayendo Paula Galansky EMR, 2022 96 págs.
  
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