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Narrar para cambiar las cosas

En su premiado texto Te compré girasoles María Angélica Vicat ancla sobre la triste historia de una de sus hijas para contar con vigor un drama de hondas raíces sociales

Por Virginia Giacosa. María Angélica Vicat sostiene que en Te compré girasoles (ganadora del Concurso Regional de Nouvelle EMR 2018) todo es real. Que no hay personajes sino que hay personas. Que no hay montaje porque no hay ficción. Con un estilo directo y punzante la autora narra una tragedia familiar. “Es una historia terrible que en algún momento debía ser contada”, dice. Vicat nació en Buenos Aires en 1946 y actualmente vive en Villa Giardino (Córdoba). Trabajó de meteoróloga, docente rural de escuela primaria, comerciante de artesanías, periodista y librera. Tuvo seis hijos, quince nietos y varios bisnietos. Escribe relatos de fantasía y ciencia ficción, algunos de los cuales subió a plataformas de autoedición en Internet. Cuenta que no ha escrito mucho y que fue más lo que tiró a la basura que lo que publicó. Te compré girasoles es su primer libro editado y la primera novela testimonial que escribe. La voz narradora es la de una madre y su gran preocupación, la vida de una de sus hijas: Ana. Ambientada en febrero de 2003 en una Corrientes asfixiante y calurosa, la historia entrelaza el cotidiano de toda una familia y sus problemas, la crisis económica de esa época, la corrupción política, el poder de la oligarquía terrateniente, los pagos por izquierda como moneda de todos los días, las fallas de los servicios de salud, el maltrato déspota de los patriarcas con sus hijos y la vulnerabilidad de las mujeres en una sociedad donde los maridos se creen sus dueños. El libro comienza con un epígrafe de Hannah Arendt: “En la medida en que realmente pueda llegarse a «superar» el pasado, esa superación consistiría en narrar lo que sucedió”. La autora narra para paliar los ecos de la tragedia familiar que todavía la sigue atormentando y también para exigir justicia por Ana y para todas las que pasaron y las que vendrán. Su palabra cobra la validez de un alegato, pero el tono de su escritura nada tiene que ver con el de una crónica periodística y es magistralmente literario. Cuando se le pregunta sobre cómo nació la idea de contar esta historia dispara: “Todo lo que está escrito en ese libro es verdad. Letra por letra. Hasta lo más mínimo. Eso es lo terrible. Esas cosas suceden y no se saben”. Dirá también que pidió a los editores que no modificaran nada más que los nombres: todos han sido cambiados salvo el de Ana. Tal es así, que cuando alguien pronuncia el de la narradora, le dice “Luisa” en vez “María Angélica”. Algo que la pone en cierto entredicho con la idea de realidad que ella insiste en sostener. Como si el hecho mismo de narrar no fuese ya hacer ficción. Como si narrar la vida no fuera también historizar lo novelado. Sin acudir a figuras complejas Vicat escribe con la certeza de quien estuvo ahí pero también con la precisión de la oralidad. Con una prosa sencilla y cruda, pero a la vez inteligente y hermosa, su escritura no tiene aderezos ni artificios. Como la voz de una tía abuela que nos cuenta una tragedia acontecida hace años, nos convence desde el principio hasta el final de su relato al punto de que nos vemos en él. Todas las familias entran en esta novela. Todos somos la familia de Vicat. “¿Qué se hace con estos parientes? No hay libro ni manual que te lo diga”, dice la narradora con una voz que transmite a lo largo de la nouvelle el agobio de ser sostén de todo y a la vez el afán por dejar de serlo. Un hermano parásito que está deprimido y sin trabajo y “cree que tienen la obligación de alimentarlo porque es un hombre solo”, un nieto no querido por sus padres que no estudia y roba con los pibes de la esquina ganándose la bronca del barrio, una hija que estudia medicina en Rosario porque en Corrientes los exámenes pueden estar arreglados y los aprobados son para los que más plata tienen, un yerno con trabajo pero que prefiere que le paguen en negro para no perder su seguro de desempleo aunque eso implique no tener obra social y que su esposa y la salud de ella sean siempre la variable de ajuste del hogar. Ante el llamado de su hija Ana, que está embarazada por tercera vez sin tenerlo en sus planes, la narradora decide viajar a la capital de la provincia. Una vez en Corrientes se despliega en tres partes: madre que cuida, mujer justiciera y escritora que investiga. Recorre consultorios médicos y pasillos de hospitales, pasa largas horas en internet para descifrar los síntomas que acarrea su hija. “Los médicos, en cuanto ven a una mujer jadeando, le cuelgan el rótulo. Inútil que una les diga que además de faltarle el aire a veces se queda sin poder hablar o por unos minutos no ve nada. Siempre es estrés. Preguntan si se llevan mal, si las tareas de la casa, si el dinero… Es triste”, escribe Vicat y sigue: “Malditos estúpidos, si somos mujeres y no ven el mango de un cuchillo saliendo de algún lado siempre estamos ansiosas, tenemos problemas familiares, las tareas de la casa nos superan, el sueldo no nos alcanza, el marido no nos atiende”. “Hay muchas historias como esta. La impericia y la mala práctica alcanzan niveles que nadie sospecha y llevan a hechos como ese, a que un médico te diga: «Tiene los signos vitales bien» y la persona se está muriendo”, dispara. Pero no mata solo la desidia ni que haya doctores que se reciban porque pagan para rendir bien. Hay una trama de violencias invisibles, no por menores sino por naturalizadas, donde se engarzan las muertes, la desigualdad, el sometimiento, los abusos de poder. Los ahorros de Ana para arreglar el bajomesada que el esposo se lleva para pagar la cuota del auto, las cañerías que se tapan a cada rato, las cucarachas que invaden todo, las nenas que tienen tarea, la beba que llora y pide cada vez más teta, el cuerpo que dice basta, la cabeza que duele, el fantasma de su padre abusador que sobrevuela por la noche en forma de pesadilla pero que en la vigilia es la marca tatuada de la violencia sexual que no deja vivir. No hace falta que un marido dispare o apuñale para matar a su esposa. Amparado en el “no tiene nada, la conozco bien porque es mi mujer” el Kelo nunca se hizo el tiempo para escuchar la dolencia de Ana y negó todo lo que su cuerpo decía. Y ese posesivo (mi) lo dice todo: si Ana era su propiedad, entonces él se erigía como su dueño y podía decidir qué hacer con ella. “Hay que darles importancia a las cosas que la merecen y una es la salud. Otra es apartar a las personas tóxicas que se creen que porque firmaron un acuerdo matrimonial son los dueños de la otra parte. Y esto no aplica solamente a los hombres, conozco señoras que creen que su esposo es de ellas. Nunca falta alguna que dice que otra le sacó al marido, como si fuera un paquete. Un esposo, un novio, no se saca, se va porque tiene ganas de irse”, dice Vicat. Vicat presentó la nouvelle al concurso de la Editorial Municipal de Rosario que decidió publicar la obra. “Que quienes lean se den cuenta de que a ellos les puede pasar lo mismo”, dice Vicat, con la idea que la narrativa puede transformar las cosas.
  
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