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Hasta encontrar lo que olvidamos entre el oro

Por Carlos Fratini.  “Soy Matías Rafael Esteban, nací en una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, Nueve de Julio, en su hospital público, el dieciséis de febrero de mil novecientos setenta y seis. Los primeros meses vivimos, mis padres y yo en un puesto en un campo cerca de El Tejar, a unos kilómetros de aquella ciudad, mi padre era tambero. Al año fuimos a vivir a mi pueblo, a mi patria: Doce de Octubre. Aún sueño con sus rincones, y con sus plantas”. Así abre su pequeña biografía, publicada en Revista Forhtedon, el 20 de enero de 2006, el poeta M. Esteban. Tal vez éste sea un buen comienzo para hablar de Crónicas de un pueblo al lado de la laguna, un libro de recuerdos transcurridos en la pampa bonaerense. A pesar de lo que podría sospecharse, el autor no esboza ningún indicio de costumbrismo o realismo. En todo caso, podría hablarse de un realismo fantástico. Estamos frente a poemas concebidos como partes de una autobiografía onírica que se sostiene por la imaginación del niño que alguna vez existió; la ensoñación, que es, la mayor de las veces, pesadilla; y un discurso formulado por la tensión Ser-Universo / Hombre-Naturaleza que recuerda, en ocasiones, a los relatos que los viajeros cuentan de sus alucinaciones con la ayahuasca, o a las pinturas de Pablo Amaringo, o a las historias orientales que fueron compiladas por Ocampo, Bioy Casares y Borges en la Antología de la literatura fantástica. Sobre un césped que no se puede pisar de tan sagrado ella ahora se tuerce como un cardo en la tempestad y entra por su orificio anal. Su propio cabello le hace cosquillas en el rosado esfínter y le hace picar levemente los intestinos. Se vuelve tornasol. Es una rosca de fiestas un círculo con mariposas posadas. Ella ríe con los ojos abiertos al cielo que gira y de la piel le brotan peces diminutos partículas transparentes que ríen también. Sus pezones están florecidos de ceibo y el néctar hace revivir la gramilla invernal. (…) Muchos de los poemas están acompañados por pequeños dibujos. No sabemos, en verdad, si remiten a esos garabatos en los márgenes de los cuadernos escolares, o si aluden a imágenes que, tras una epifanía de la memoria, deben ser registradas con apuro: una liebre, un tractor, una abeja inmortal. M. Esteban escribe –y dibuja– estas “crónicas” como si intentara registrar aquello que sucedió, allá lejos y hace tiempo, en algún rincón de su experiencia sensorial. la acompañé al río (y cuánto caminamos) la mitad del camino yo olfateaba gramillas y me rascaba (ese día quería ser perra cascarrienta) iba delante yo cada tanto la miraba con cierto desdén (no sabía a dónde íbamos) a través de los ojos en un momento le salió una yegua blanca muy blanca albina y mala que nos relinchaba ella rió ambas rieron los dientes más blancos que el nácar un blanco de profundidad marina yo las dejé que se dijeran lo que tuvieran para decirse yo me fui saltando piedritas pardas (…) la vi venir pasó su pollera fresca (vientito) repentinamente una montaña inverosímil se nos cruzó estaba allí antes de mil años ella trepó tomándose de unos árboles cuyas garras aferraban las piedras gigantes (…) En la segunda sección, titulada “al lado de la laguna”, proliferan los poemas largos. En concordancia con ese hecho formal, Esteban despliega las genealogías de dos amantes, pedro (un alter-ego fantástico de su propia infancia) y laura. Por estos poemas transitan tíos, abuelas, abuelos, animales, eucaliptos, nogales, noches plateadas, noches rojas, carpinteros, cocineras, estancieros, cuyas caras son borrosas. A partir de un tono mayormente autorreferencial, capaz de mudar del mesianismo a la ingenuidad, y de ahí a la ironía, Esteban intenta consolidar lo borroso, lo confuso, lo extraño como un común denominador que articule la estructura del libro. Esta intención se sostiene hasta el último poema, “final tiempo ya no tengo”, donde el poeta registra, por primera vez, el momento presente de la escritura. Desde este lugar, Esteban pareciera recuperar la “Canción de otoño en primavera”, de Rubén Darío: el divino tesoro, ya esfumado, se recupera del olvido en materia de poesía. tartamudeo hasta cuando pienso. me duele la lengua. yo he cambiado. anoto en mi cuaderno de tapas rojas lo que recuerdo. imperfecto escribo. el pueblo ya está lejos. cada vez más. yo envejezco y muero. vine a la ciudad a visitar la casa de los libros. comí y fui comido. ahí comencé a olvidar. lo que queda es la chica del árbol y su vestido de novia. (…) ahora el tiempo ha cambiado. es otoño para siempre y los árboles se han secado. Mientras tanto, la laguna permanece en su lugar, pura quietud: “solo la laguna y una noche vacía”. De su orilla brota, vaporoso, un olor a azufre que inunda la percepción y, por ende, el pueblo. Si hubiese que pensar en una imagen capaz de sintetizar Crónicas de un pueblo al lado de la laguna, sería la de Calhoun, de Grandma Moses (grandma_moses-calhoun.jpg), superpuesto con la tabla central de las Tentaciones de San Antonio, de Hieronymus Bosch (central_panel_by_Bosch.jpeg). (Actualización septiembre – octubre 2018/ BazarAmericano)
  
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